DERECHOS DE AUTOR

Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License. -------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------- Los escritos que aquí se encuentran están protegidos por Creative Commons (Derechos de autor). La copia parcial y/o total de este material, sin que se cite la fuente y su autora, será motivo de denuncia.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Geminis

CUANDO Malena llega a casa, despacio para no molestar a los vecinos que ya duermen desde hace horas, se da cuenta de que esta noche se ha pasado un poco. Tambaleando con los tacones en la mano se dirige a su cuarto, ni siquiera se le pasa por la cabeza quitarse el maquillaje. La mañana del sábado ya se anuncia a través de su ventana; para evitar el nuevo día e ignorar que el mundo sigue girando -sin importarle lo que ella haya estado haciendo mientras-, baja las persianas.
     Andrea llegó casi a las cinco de la mañana, pero aún las calles estaban oscuras y las farolas defendían la tranquilidad de una ciudad donde nunca pasa nada. Lo primero que hace es dejar sus cosas sobre el mueble que hay en la entrada y comprobar que todo está tal cual ella lo había dejado antes de marchar. Entra en el baño y mientras se desnuda y se desmaquilla se mira atentamente en el espejo. Después de todo no acertó con aquel vestido tan largo. Es bajita y apenas se luce en él... Le hubiera gustado maquillarse de otro modo pero tampoco es que sepa sacar partido a su belleza natural, al menos a su juventud -está segura de poseer eso-. ¿Estuvo con la misma gente y escuchó la misma música? Por un momento lo ha olvidado, es como si hubiera estado allá sola ¿Acaso alguien se enteró de que ella había estado en aquel lugar?
     A Malena le cuesta poco quitarse la ropa, quizá por lo escaso que es su vestido, desabrocha los corchetes y lo deja caer al suelo sin la más mínima compasión. La temperatura de su cuerpo la tienta a desechar el pijama y algo extraño parece retenerla antes de meterse en la cama; será que no tiene sueño. Camina por su habitación y todavía disfruta del vaivén de sus caderas, nota su ritmo incansable, se sabe joven y fuerte. El espejo le sonríe y le susurra entre las sombras que también es muy bella. El calor casi es insoportable pero no quiere subir las persianas, la luz del día podría recordarle donde estuvo... con quien... ¡y eso pasó hace ya tanto tiempo!
     Cuando se mete en la cama, Andrea no puede dormir, piensa que ha vivido una noche más, que no se rindió, que estuvo allí, siendo como es y formando parte de eso que buscan todos pero que ella no termina de encontrar. ¿Qué le faltó? No lo sabe. No comprende el mundo en que vive y se limita a dejarse arrastrar... Se quedó mirándolo, intentando decirle con la mirada lo que jamás se hubiera atrevido a pronunciar, deseaba tanto que alguien se le acercara. Que él le hubiese sonreído al menos. De repente, la madrugada de ese viernes, siendo las cinco de la mañana del sábado siguiente descubre que algo ha cambiado. Se siente incompleta en la cama. Una parte de Andrea quedó perdida entre la gente que la había estado rodeando, tocando, poseyendo aunque ella en todo momento sentía que nadie podía alcanzarla. Tan lejos ahora del ruido sólo le quedaba el silencio, unas horas de oscuridad y el sueño, pero ¿qué soñaría? Algo había ocurrido, pero ¿qué? En realidad nada. Y ahora estaba tan perdida... tan equivocada...
     Malena se deja caer, sus sábanas la acarician y su cama se convierte en un barco, en una alfombra mágica que la puede llevar a cualquier parte, se convierte en rama de un árbol, está colgada en ella y casi puede sentir una brisa; ¿de dónde vendrá? Una gota de sudor resbala desde sus pechos hasta el ombligo. Ella siente el recorrido y pasados unos segundos descubre una sonrisa maliciosa nacida de sus labios, quién sabe desde cuándo. Se le ha pasado por la cabeza que tal vez ese sudor no le pertenezca. Se da la vuelta y abraza la almohada, no se ha dado cuenta de que un trocito lo tiene entre los dientes. "Malena, Malena quién fuera tango..." Las palabras recorren su cuerpo que todavía se estremece al recordar aquella voz. Sí, su piel tenía memoria, y ella -ahora tumbada en la cama, sola- ella era un tango, era acordeón y piel y rabia y pasión y violín y mirada y vuelta y un paso atrás, porque había que saber cómo bailar... cómo llegar a Malena.
     No queda noche que transcurrir cuando caen rendidas al sueño. Pronto llega la hora de salir del cuarto, vuelta a la vida diurna y formal, después de unas horas de malsueño y poco descanso acalorado. A las dos les espera el café y la prensa de diario. Cuando vuelva a caer la noche, querrán salir de nuevo, cada una por su lado. Pero la oscuridad todavía no ha llegado, aún la luz del sol inunda la realidad y ellas no están preparadas para emprender otro viaje. Ahora, en este momento, no se arreglan ni se preocupan demasiado para estar por casa porque hace tiempo que viven, salen y piensan solas, las hermanas. Cuando se encuentran, la una le pregunta a la otra qué tal se le dio la noche. "Como siempre", suele ser la respuesta.




miércoles, 7 de diciembre de 2011

Aire

Soñé que era aire,
que por un momento,
un tiempo inexacto,
pude ser libre
y volar escapando,
transformada en palabras,
por siempre de tus labios.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Las culpas

Es culpa tuya que todas las lunas 
griten tu nombre con luz muerta. 
Es culpa mía el saber que 
esta noche hay luna llena.

viernes, 28 de octubre de 2011

Frío

Tengo frío. 
El aburrimiento 
y la soledad 
me arropan 
pero no me 
abrigan. 
Será que ellos 
no saben, 
de lo templado.

domingo, 23 de octubre de 2011

La voz dormida

Anoche vi en el cine La voz dormida, película basada en la homónima novela de Dulce Chacón. No cuenta una historia particularmente distinta; recoge un testimonio más de la posguerra española, tal y como pudo hacerlo en su momento La lengua de las mariposas o Las trece rosas. Sin embargo, lo hace con una especial atmósfera de feminidad que me ha convencido. La fotografía de la película es maravillosa, algunas imágenes se te agarran al alma. Los juicios a "los rojos" y el papel de la Iglesia a través de las monjas, desgarradores. Una llega a temer a su propio país cuando tiene en cuenta que no ha pasado tanto tiempo desde aquello. Por encima de la historia y técnica cinematográfica, hay algo que me ha gustado mucho más: los ojos de María León en los primeros momentos del filme, tan inmensos y tan perdidos. Sufrimiento y lágrimas asegurados, para qué nos vamos a engañar, porque lo que cuenta -lamentablemente- no es ciencia ficción. Y la memoria, sea propia o ajena, siempre duele.

viernes, 21 de octubre de 2011

Ha vuelto esta mañana,
y me ha llenado de
esta angustia que no cesa,
oscura, envolvente
y espesa.
Cae de nuevo sobre mí
su presencia,
que es soledad,
no saber cuándo ni dónde,
que es pura oquedad.
Me pesa esta nada.
Vuelve con un nuevo ciclo.
Me destroza su calma.
Ha regresado como una
vez se marchó, sin avisar.
Se conjuró con él la luna.
Ya se ha instalado en el
recoveco de mi más
profunda intimidad.
Ha deshecho las maletas y
ha borrado las hazañas.
Ha roto los sueños, la claridad.
El silencio. Se ha quedado
con todas mis palabras.

martes, 4 de octubre de 2011

La felicidad (Ganador del II Premio Internacional de Microrrelatos "Caja Ávila")

"Pide un deseo". Dijo el genio de la lámpara al apuesto
muchacho, que quedó en pensativo silencio. "Pero sólo
tienes uno y no habrá marcha atrás, así que asegúrate
bien de lo que quieres".
El joven, sin embargo, parecía seguro de su petición. Había
estado soñando con tan gran oportunidad toda su vida y
había meditado largamente cuál habría de ser su mayor
deseo.
"Yo anhelo ser feliz por siempre". Dijo enérgica y
claramente. Y fue justo entonces cuando el genio cumplió
con lo formulado.
Convirtió al muchacho en un hombre terriblemente
conformista, insensible y estúpido.

sábado, 17 de septiembre de 2011

De la esperanza y otros males

En realidad no hay necesidad de complicar la circunstancia que nos envuelve, de malograr los propios planes, de desviarse del camino de cuando en cuando, de empeñarse en las cosas que no se consiguen. En realidad no hay necesidad porque todo puede ser mucho más simple y sencillo. Fácil. Conocemos el bien y el mal, ya nos lo enseñó la Historia, la cultura, el peso de la propia vida. Conocemos nuestros defectos, aunque los callamos por vergüenza o por decoro. Entendemos vagamente que éste es un tiempo prestado. Lo sabemos y nos consolamos durante un instante pensando que la vida es corta y que podemos disfrutar de las pequeñas cosas. Lo estás pensando ahora. Sin embargo, ¿por qué será que, aunque en realidad no haya necesidad, y siendo conscientes de ello, realmente necesitamos complicarlo todo siempre, seguir buscando lo que no se alcanza, no contentarnos, mantener el deseo encendido de algo más que no ha de ocurrir? La esperanza, lo comprendo ahora, es el más terrible de los defectos.

El bucle vital

Todo final contiene a su vez un comienzo y todo comienzo tiene, irremediablemente, un final. Por tanto, podríamos pensar que estamos atrapados en círculos conectados que no nos llevan sino al primer momento, al jamás recordado, a la oscuridad primera, a la nada. Y, sin embargo, seguimos creyendo que avanzamos a algún lugar.

La herencia del escritor

Las lecturas que realizamos a lo largo de nuestra vida se convierten en raíces-venas que recorren nuestro cuerpo hasta la misma punta de los dedos con que tecleamos las historias.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Todo por un sueño

Despuntaba el alba fría y blanca. Sus ojos alegres saludaron al nuevo día; su corazón, joven e inquieto, latía dispuesto a emprender la mayor aventura de su vida. Había llegado el momento de cumplir lo tantas noches planificado, tan anhelado y ahora inminente. Todo estaba listo y él dispuesto. Subió corriendo a lo más alto del monte más cercano a su casa. Inspirado por la brisa de las alturas, que acariciaba y desordenaba alegre sus cabellos, abrió los brazos, rodeados por el mágico artilugio diseñado por él mismo y sintió cómo, levemente, su cuerpo se iba dejando llevar por las corrientes de aire. Sin apenas darse cuenta, penetraba por vez primera en las nubes: se alejaba. Volaba. La sensación fue sublime, la satisfacción inmensa, su ambición infinita.  Ícaro comenzaba a cumplir su gran sueño.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Los planes


Al comienzo, como todo cuando nace,
eran pensamientos, anhelos desbocados.
Luego, poco a poco, llegaron los planes
y, como en un juego, comencé a anotarlos
y ahora ya son letra, mientras te pienso
en este extremo del sofá lleno de silencio.

Podríamos regresar a los días lejanos
en los que me descubrías con el atardecer,
encendidas las miradas, mientras bailamos
-siendo tú el artista que sujeta el pincel-
Gloomy Sunday desde cualquier terraza
y que mi falda se tiñera de la luna perlada.

Veríamos El lado oscuro del corazón,
 y que Benedetti recite “No te salves”,
abrazados los dos en cualquier rincón,
mientras te susurro al oído mis planes,
y que sonrieras mientras nadas en mis ojos
y que me besaras ahogando los sollozos.

Quisiera volver a tener entre mis dedos
tus cabellos desordenados en mi almohada,
tus labios suaves y ardientes de deseo,
el tacto de tus manos recorriendo mi espalda,
las últimas palabras de aquel amor prohibido
que por tener que pronunciarlas, las perdimos.

viernes, 9 de septiembre de 2011

La habitación 35 (Relato ganador del X Certamen Literario IES Los Alcores)


Por Javier García del Olmo y
 Connie Marchante Sáez

Miranda se despertó con un extraño sabor amargo en los labios. Le costaba abrir los ojos por culpa de la diáfana luz de la diminuta habitación. El empapelado amarillento, a pesar de que no parecía muy viejo, creaba un ambiente que en un primer instante consideró bastante sórdido. Tampoco había tenido demasiadas opciones cuando llegó al lugar; ya tenía la habitación 35 asignada –probablemente porque no quedaban más cuartos libres–. No lograba trasladar sus recuerdos al momento en que debió reservarla, porque aquella noche había estado demasiado fuera de sí, como si se tratara de otra persona, totalmente ajena a ella misma.
Apenas podía pensar en lo ocurrido la noche anterior. Lo único que la rodeaba ahora eran las paredes amarillas presididas por un pequeñísimo escritorio, un sencillo armario –donde debía estar guardada toda su ropa–  un anticuado sillón arrinconado y una ventana, adornada a su vez por unas cortinas, que seguro hubieran quedado mejor en la barra de un baño. La cama donde se encontraba, al igual que todo su alrededor, era desconocida aunque, por fortuna, vacía de acompañantes sorpresa. No sería la primera vez que había tenido que dar los buenos días a alguien después de una fiesta desmedida, mientras salía de la cama y comenzaba a vestirse. Desde que había muerto su madre había cometido un sinfín de locuras, a pesar de las continuas reprensiones de su padre y su hermano. Se burló un poco del mal gusto que habían tenido para adornar las habitaciones, que parecían lienzos abandonados pendientes de la inspiración de algún artista frustrado. Las sábanas, blancas y ásperas, propias de un hotelucho de carretera, la invitaban a pegar un salto y correr hacia la ducha que la habría de regresar al mundo real, a la rutina laboral, a la soledad más sentimental, a la angustia de cada día. Sin embargo, la pesadez de sus miembros y el mal sueño de aquella noche la cubrían de una pereza casi abúlica.
Tras unos minutos de lucha con la ropa de cama, que parecía agarrarla por las muñecas y piernas impidiéndole incorporarse y comenzar el nuevo día, decidió rendirse un rato más, porque en realidad se sentía agotada. De todas formas se dio cuenta de que era domingo. ¿Qué necesidad había de madrugar si nadie la esperaba fuera? Miró hacia el ventanuco, que prometía ser el mejor accesorio de la pequeña habitación, y vio que estaba muy nublado, probablemente en breve comenzaría a llover. ¡Menos mal que en el precio no se incluían bellos paisajes que admirar por esa concisa pantalla! La pereza le subía por los dedos de los pies hasta sus ojos, que luchaban en vano por mantenerse abiertos por completo.
Tras algunos bostezos interminables, optó por despejarse un poco desperezándose hasta con violencia. Notó que la noche anterior debió haber sido extremadamente salvaje porque al estirar las piernas le dolía el costado, lo que le provocaba reaccionar con un espasmo inesperado. Cuando por fin pudo abrir los ojos y sentirse despierta, volvió a notar el sabor amargo en el paladar y comprobó que le dolía muchísimo la cabeza; entonces pensó, inmersa en la soledad de la habitación, en qué habría bebido para estar en aquellas condiciones.
Por primera vez desde que había despertado, se preguntó en qué punto de la ciudad, si aún continuaba en ella, podría estar. En el pasillo, más allá de la puerta que hacía juego con las paredes, se podía escuchar el transitar de las ruedas de los carritos o maletas y conversaciones con voz femenina –tal vez las señoras de la limpieza, tan vivarachas e impertinentes–. Miranda volvió a dar un vistazo a su entorno y se sintió como una manchita inoportuna dentro del recipiente perfecta y completamente esterilizado que era su cama. Fue entonces cuando escuchó la voz de una mujer joven hablar de la chica nueva en la habitación 35.
Miranda sonrió; sin duda se trataba de ella. ¿Qué impresión debió causar a los responsables del motel –puede que se tratara de un hostal, quién sabe– cuando llegó a la recepción en aquellas alcoholizadas circunstancias? La nueva de la habitación 35… ¿por cuántas noches habría reservado la habitación? Qué de cosas se hacen sin juicio ni autocontrol. Se le escapó una traviesa carcajada como si estuviera orgullosa de su propia chiquillada. En ese justo momento se abrió la puerta.
-Buenos días Miranda, soy la doctora Fernández. ¿Me reconoces? No te preocupes… tranquila, ssshhhhh… estás atada porque anoche entraste en crisis nerviosa muy agresiva. Estás en el hospital Vistahermosa, en planta de psiquiatría. Tranquila, cuidaremos de ti.
Su cara se tornó pálida y rígida –como una muñequita de porcelana– al escuchar las palabras de aquella señora que decía ser doctora. Aún no pudo salir de su asombro cuando ciertamente comprobó que estaba atada de pies y manos, inmóvil, desconociendo el motivo. Totalmente desorientada, al no saber las razones por las que estaba allí. A pesar de que aquella mujer se le acercó y comenzó con lo que parecía un breve reconocimiento visual, Miranda siguió absorta en la terrorífica realidad que la había golpeado. Nunca imaginó que se vería inmersa en una situación parecida; se consideraba una chica normal –la palabra “alocada” que tanto la había caracterizado ahora le parecía un puñal clavado en el costado, el cual seguía doliéndole–. Había cometido algún que otro abuso propio de su juventud pero nada más. Las condiciones en las que ella había pensado estar no habían sido las peores de su vida, ni mucho menos. Imaginó que tal vez todo aquello era una pesadilla y concentraba toda su mente y esfuerzos en querer despertar; en escapar de aquel lugar, de la mirada de la mujer con la bata blanca que parecía sonreírle… como si la conociera.
-¿Por qué estoy aquí? No entiendo nada. Por favor, dígame cómo he llegado hasta un hospital -rogaba empapada en lágrimas - ¿Es una broma no? Dios mío… estoy soñando… quiero despertar…
-Miranda, tranquilízate. Como te he dicho, ayer sufriste una crisis nerviosa por lo que tuvimos que tomar las medidas oportunas. Descuida, no estarás así por mucho tiempo. Ya has estado aquí otras veces, ¿no lo recuerdas? Yo soy tu médica, la especialista que ha estado al cargo de tu caso… ¿no?
Los ojos de Miranda estaban al borde del espanto y la desesperación, llenos de lágrimas y terror.
- Bueno, bueno – continuaba la doctora– no te preocupes, no pasa nada. Dentro de un rato volveré para evaluar de nuevo tu estado. Mientras tanto, trata de descansar.
Miranda, impotente ante aquella situación del todo increíble, observaba atónita cómo la doctora abandonaba la habitación. No la había visto en su vida; esto no podía estar ocurriendo. Con un golpe seco, casi como un estruendo, la puerta se cerró y Miranda volvió a quedarse inmóvil en la soledad de su habitación. Miraba por aquella ventana que sólo podía ofrecerle un óleo pintado en tonos muy tristes manchados de tenebrosidad; vio cómo algunas aves volaban buscando refugio –ante la amenaza de una inminente tormenta–. Si no se trataba de una pesadilla, probablemente se trataba de un error; eso era, se habían confundido de persona; igual un vecino la había denunciado por montar algún escándalo en la calle. Los especialistas habrían interpretado su tremenda borrachera como una crisis nerviosa. Seguro, seguro que comenzó a decir tonterías sin sentido y la tomaron por loca.
Deseaba que alguien acudiera de nuevo para poder explicar, reuniendo toda la tranquilidad posible para no parecer inestable, todo aquel terrible malentendido. Sin embargo, tuvieron que pasar unas larguísimas horas para que el pomo de la puerta volviera a gruñir de manera silenciosa. Para su sorpresa, la figura que se proyectaba a través del cristal semi-opaco de la puerta anunciaba a una persona totalmente diferente a la doctora. Apenas pudo pronunciar palabra cuando apareció en su habitación un hombre joven, de aspecto descuidado y que no debía tener mucho más de veinte años. Era su hermano pequeño.
-¡Álvaro, que alegría que seas tú! No sabes lo mal que estoy en este lugar horrible. Dime, ¿qué es lo que está pasando? ¿Te han llamado? Álvaro, créeme tiene que haber sido una confusión, esto es un error, ayúdame… Sácame de aquí…
Miranda trataba de incorporarse intentando buscar refugio en su hermano. No podía hablar más porque las lágrimas inundaban su garganta, obligándola a toser y respirar de forma entrecortada. Tras cerrar la puerta, Álvaro la miró atentamente con cierto aire de preocupación. El muchacho, en contra de los deseos de su hermana, no dijo ni hizo nada. Se sentó en el pequeño butacón que se encontraba en uno de los rincones de la habitación y se tapó la cara con las manos. Seguramente no había esperado encontrarse a su hermana en aquellas circunstancias y la situación lo había desbordado; probablemente estaba llorando como ella.
-Álvaro, no recuerdo a esa doctora… Fernández dice que se llama. Ella dice que me ha tratado antes, que no es la primera vez que estoy aquí. ¿Te lo puedes creer? –dijo Miranda con una risa nerviosa, casi histérica. Durante algunos segundos el silencio volvió a envolver de frialdad la habitación; la joven temblaba y no se había percatado de ello hasta entonces. Escuchó entre sollozos por primera vez las palabras de Álvaro, que había destapado su rostro, libre de lágrimas o cualquier gesto de dolor.
-Miranda, tanto papá como yo estamos contigo. A partir de ahora no te abandonaremos jamás– dijo sin parpadear. La mente de Miranda se quedó bloqueada con aquella respuesta, demasiado ambigua, demasiado inquietante. ¿Acaso su hermano no había escuchado ni una sola palabra de lo que le había estado contando? ¿Tal vez estaba soñando que hablaba con su hermano pero en realidad era todo producto de su mente? ¿Acaso había tomado alguna droga en mal estado que la había conducido sin remedio a la locura?  Álvaro hablaba de su padre pero ella no lo veía por ningún lado. Sollozaba y los temblores eran casi espasmos, así que pensó que, ante todo, tenía que tranquilizarse; si venía la doctora la sedarían, no la dejarían salir jamás de la habitación 35. Álvaro se quedó callado en el butacón, como hundido por el cansancio de quien ha librado una gran batalla y la ha perdido finalmente.
 Como si fuera capaz de leer los pensamientos, la doctora Fernández entró pocos minutos después en la habitación de Miranda para seguir evaluando su estado y así poder llegar a un diagnóstico más acertado. Tenía un semblante serio, no saludó ni a la paciente ni a su hermano, sino que se colocó inmediatamente al lado de la cama, tomando el pulso de Miranda y su temperatura. La chica callaba mientras hacía el mayor esfuerzo por parecer serena y racional. 
-Espero que estés un poco más calmada, así las cosas serán mejor para ambas –dijo después de comprobar que la tensión de la muchacha era la correcta. Miranda miraba a la doctora fingiendo que ya no estaba preocupada. También miraba a Álvaro esperando a que él dijera algo que la ayudara a salir de aquella incomprensible situación, pero el joven prefirió quedarse callado y esperar a que la doctora hiciera su examen.
-Señora yo le aseguro que no estoy desequilibrada. Tal vez me encontraron en unas circunstancias… negativas, pero no estoy… loca– en aquel momento Miranda no tenía palabras que explicaran el posible malentendido. Todo sonaba mal en aquella habitación. Decidió demostrar su cordura centrándose en las preguntas de la doctora, deseando obtener, a su vez, esa información que tanto ansiaba y nadie era capaz de otorgarle.
-Miranda, ¿recuerdas algo de lo que sucedió anoche? – inquirió la doctora Fernández. Pero Miranda no sabía qué contestar; tan sólo miraba en la dirección que estaba su  hermano Álvaro, esperando una respuesta por su parte, cosa que tampoco ocurría. Entre la decepción y el miedo, sabiendo que aquello era algo que debía resolver por sí misma, contestó que no recordaba nada de lo que había ocurrido, como si algo o alguien lo hubiera borrado de su mente.
-Es normal, no pasa nada. Es habitual que en algunos casos un shock post-traumático inicie un pequeño periodo de amnesia en la persona. –La doctora sacó una jeringuilla de su bolsillo y le aplicó una inyección sin interrumpir su discurso.– Descuida, será temporal; ahora te estoy inyectando un calmante para que duermas. – El efecto de la droga fue inmediato, dejando a Miranda dormida aunque aún inquieta.
Después de un tiempo sin determinar, las manchas grisáceas que la habían acompañado desde por la mañana, comenzaron a descargarse de manera suave pero constante durante los primeros minutos. El viento se levantó, provocando que la lluvia se estrellara contra el cristal. Miranda, desconsolada, sin respuestas y ya casi sin esperanzas miraba cómo las pequeñas gotas se deshacían ante aquel duro enemigo y resbalaban hasta perderse en el marco inferior de la ventana.
La tormenta empeoraba por momentos; el golpeteo de la lluvia contra el cristal era fuerte y sonoro; el viento enfurecido soplaba ráfagas de aire que parecían estar interpretando una canción nueva y cada vez más oscura. Mientras, en el interior de la habitación número 35, Miranda se compadecía en pesadillas de sí misma, deambulando una y otra vez por los pasillos de un psiquiátrico. Tanto era el tiempo que llevaba en la misma postura que lo que antes era dolor en su cuerpo ahora era un profundo cosquilleo, ya que apenas notaba las extremidades que debían haber quedado dormidas con el paso de las horas. Al despertar, comenzó a sentirse mareada, probablemente por los efectos del medicamento que le habían inyectado. Con los ojos aún turbios y desenfocados por el llanto, por fin pudo atinar –sin adivinar cómo había llegado hasta allí– a ver a su padre frente a la ventana, de espaldas, susurrando una canción que cantaba cuando Miranda era apenas una niña de tres años.
-Papá, ¿eres tú? No te he oído entrar. -La cara de Miranda pareció teñirse con algo parecido a la felicidad- Por lo que me dijo Álvaro pensaba que no vendrías…
La imagen de su padre seguía frente a la ventana, inmóvil y sin mostrar señales de cansancio alguno mientras Miranda, todavía atada a la cama, intentaba descifrar el enigma en que se había transformado su vida. Las drogas que le habían suministrado le impedían pensar con claridad. Tan sumergida estaba en sus pensamientos que no advirtió que su padre se había sentado en la cama y había cogido su mano, apretándola levemente, sin dejar de cantarle aquella nana. Junto a su padre, Miranda nada más pudo hacer que llorar amargamente en silencio.
La cara de la joven se asemejaba a las condiciones meteorológicas que había en el exterior: sus ojos húmedos por las lágrimas, la cara sombría por la tristeza y un aire rancio que envolvía la habitación la hundieron por completo. “Tú no tienes la culpa”, Álvaro volvió a resonar en los oídos de Miranda que, inmóvil, seguía mirando por la ventana.
-Quisiera saber si estoy loca, porque sólo busco una respuesta y nadie me dice nada.
La voz de Miranda, que rebotaba chillona en la soledad de las horribles paredes amarillas, sonó patética, tal vez porque su creciente debilidad la empujaba a creer que realmente merecía estar allí. Cerró los ojos, dejándose llevar por el cansancio una vez más.
Pasó el tiempo, imperceptible, y al despertar, comprobó mirando a través de la ventana que la noche estaba ya fijada en el cielo y que la tormenta parecía haber amainado. Cuando quiso volver la vista a su padre, éste ya no ocupaba el sitio donde había estado antes. Miranda, rota por el dolor, todavía luchaba por sobrevivir a todo lo que había ocurrido en ese día tan extraño; un día que ni en sus más terribles pesadillas podría haber imaginado. A pesar de que la oscuridad parecía reinar fuera de aquel mundo amarillo que la encerraba, la doctora Fernández volvió a aparecer por la puerta.
-Buenas noches, Miranda. Espero que hayas podido descansar hoy; di órdenes severas a las enfermeras de que nadie te molestara.
-No creo que le hicieran mucho caso doctora –dijo Miranda con cierta inseguridad -. Es cierto que ninguna enfermera vino a molestarme… pero sí permitieron que viniera mi familia.
-Miranda, lo que dices no tiene sentido. Tu situación es muy delicada y no es posible ninguna visita, menos de tus familiares. ¿Quién dices que ha venido?
-No se preocupe doctora, estoy bien –Miranda trataba de justificarse pareciendo lo más tranquila posible–. Lo que padezco puede ser parecido a un grave ataque de ansiedad, una crisis nerviosa como usted dijo, pero necesito la compañía de mi familia; compréndalo también. Estoy deseando salir de este lugar, dejar de ser la chica de la habitación 35; quiero volver a casa. Mi hermano y mi padre me han acompañado, pero conocen mi estado y han sido muy cuidadosos…
La doctora interrumpió inesperadamente las explicaciones, marchándose sin prestar mayor atención a las palabras de la muchacha. Los ojos desorbitados de la especialista al abandonarla espantaron terriblemente a la joven, atrapada en una mueca comparable al peor de los esperpentos. Sin embargo, pasados unos momentos logró calmarse, confiada en que la especialista no pondría una queja en contra de su familia, que no les prohibirían la entrada. Miranda sabía perfectamente que con la ayuda de su padre y hermano saldría adelante mucho antes, que todo iría bien…
*****
Cuando ya ha terminado su turno, la doctora Fernández entra en su despacho. Pareciera que el caso de la muchacha de la habitación 35 le ha afectado algo más de lo normal; es comprensible, ¡es tan joven! Una enfermera encuentra a la doctora sentada frente a su mesa, los codos apoyados en ella y la frente entre sus manos.
-¿Tan grave está la chica de la 35, Cristina?- pregunta la enfermera, que ha trabajado muchos años con la doctora Fernández y la conoce perfectamente.
-Trato a Miranda desde sus doce años. Padece un mal genético que produce paranoias severas –asegura la doctora como en un suspiro de agotamiento–. Lamentablemente sólo afecta a las mujeres de la rama familiar; de eso mismo murió su madre, que fue tratada por el director de este hospital, hace ya unos cuantos años –la leve sonrisa de la doctora deja vislumbrar perfectamente la tristeza de su recuerdo–. Miranda está muy enferma, ahora no es consciente de su gravedad. No sabe que va a quedarse por mucho tiempo en esa habitación. Ni siquiera recuerda que fue ella quien asesinó a su padre y su hermano.

martes, 6 de septiembre de 2011

SONÁMBULA

                                                                                                                        A ti, 
que nunca me 
has ocurrido;
                            que no existes.

Te acercas por la espalda,
silenciosa sombra que me
rodea con sus brazos de
aire profundo y negro,
como la noche
en la que me encuentro.
La oscuridad me protege.
Me cobijo en tu aliento.
La soledad
nos guarda el secreto
de este húmedo e
inesperado momento.
Recorres mi cintura
como un largo sendero
y con tus manos dibujas
espirales que habrán de
clavarse como agujas
en el mismo centro
de mi gravedad.
Es una guerra más de
las que siempre pierdo.
Mi verdugo será esta noche
que se asoma a nuestra cama.
Convulsa danza de piel
contra lamentos, de
calor contra recuerdos
que ya no significan nada.
Ya me llevas todo,
ya te llevo dentro.
De pronto, algo duele
y se quiebra un poco;
el mundo cambia.
Estoy despierta. Abro los ojos.
Y es entonces,
cuando mis sábanas me
cuentan que todo se acaba.
Lejos del sueño, tan sola,
comprendiendo ya el daño,
me atraviesa esta ironía:
cómo es que tu sabor
se halla en mis labios
todavía.

sábado, 27 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XV)

POR CARMEN JUAN ROMERO


Sofía se despertó abrazada a su novio, a pesar de cómo se habían metido a la cama por la noche y del maldito calor que no remitía ni entonces, cuando empezaba a despuntar el sol. Se levantó con cuidado de no despertarle y fue a preparar el desayuno. Apenas tenía apetito últimamente, cosa que achacaba a los nervios de los preparativos para la boda, y desayunar a las cinco de la mañana no era algo a lo que estuviera acostumbrada, pero en apenas media hora él se marcharía y estaría fuera un par de días, quizá más; se subiría al avión y la volvería a dejar sola y asqueada en aquel piso que ni siquiera le gustaba. Por suerte o por desgracia, aquel sería un día ajetreado para ella, de todos modos, así que quiso que por una vez desayunasen juntos. Así se disculparía también por no llamar y haberle preocupado. El hecho de que ella fuera a mordisquear una tostada sin ganas era irrelevante. Sólo quería sentarse delante de él y mirarle antes de que se fuera, tal vez charlar, aunque eso último no era necesario. Se conformaba con tenerle allí, verle un rato y luego sonreír cuando Álvaro la besara en la sien y le dijera “te llamaré en cuanto llegue”. Y luego volver a meterse en la cama y poner la tele, hacer tiempo hasta que la mañana llegase de verdad y entonces recoger un poco y darse un baño antes de que llegase su madre. Inconscientemente, había organizado su día antes incluso de recordar qué debía hacer.
El olor del café recién hecho despertó a Álvaro y le arrastró hasta la cocina. Él no tenía problemas para madrugar, era cuestión de trabajo y lo llevaba bien. Sin embargo parecía cansado.
-          ¿No has dormido bien? Tienes mal aspecto. Para ser sincera, estás horrible –le confesó sin ningún tipo de reparo Sofía. Hacía demasiado tiempo que estaban juntos como para andarse con chiquitas y era cierto: las ojeras le llegaban a mitad de las mejillas e iban a ser difíciles de disimular; tenía los párpados hinchados y los ojos ligeramente enrojecidos.
-          Yo también te quiero –contestó él, dándole un empujón suave y reprimiendo un bostezo-. Te has pasado la noche entera moviéndote sin parar, ¿cómo quieres que duerma? He estado a punto de salirme al sofá.
Sofía sirvió el café en dos tazas y le hizo un gesto con la cabeza para que se sentase y la dejara hacer. No le gustaba que nadie merodease a su alrededor cuando estaba en la cocina, aunque lo que tuviera en la mano no fuese más que un pedazo de pan con aceite. Cuando hubo acabado, se sentó frente a él, como había planeado, y le observó soplar al vaso.
-          ¿Cuándo vuelves? –la respuesta le daba un poco lo mismo, pero aun así la hizo, más por quebrar el silencio que lo invadía todo a aquellas horas intempestivas que por interés.
-          Cielo, ya te lo he dicho –Álvaro tenía mucha paciencia con ella, y lo demostraba repitiendo una y otra vez la información cuando Sofía no la retenía, lo cual sucedía muy a menudo-. Espero que sea antes, pero el domingo estaré aquí, seguro. Lo prometo.
Ella asintió. Tenía la sensación de que no le importaba lo más mínimo que Álvaro pasara fuera una semana o un mes. Por su cabeza rondaban miles de cosas que no tenían relación alguna con él ni con la boda.
Álvaro apuró su café con prisas y desapareció de la cocina. Ya tenía todo preparado, sólo tenía que vestirse, pero aun así revisó la bolsa de viaje comprobando que no olvidaba nada y echó un par de cosas más que seguramente no necesitaría, por si acaso. Ella se quedó allí sentada, sujetando la taza con las dos manos, sin beber, dejando que el tiempo que les quedaba juntos aquella semana se evaporase y se mezclase con el humo del café.
-          ¿A qué hora viene Teresa? –se escuchó desde el otro lado del pasillo.
Quiso ignorar la pregunta, obviarla y disfrutar del silencio matinal. No tenía ninguna gana de ver a nadie, de ir a ninguna parte. Hizo un rápido cálculo mental, por si aquel repentino mal humor tenía relación con los ciclos lunares. No.
-          Quedé con Gema para que tuviera el vestido preparado a las once –y además tenía que probarse el vestido para los últimos retoques. Esperaba que no tardaran demasiado, no le apetecía subirse a una peana y dejar que una panda de marujas la contemplara y la adorase, le dijera lo preciosa que estaba y lo feliz que iba a ser y lo bien que le sentaba aquel escote, sencillo y austero pero elegante-. Le dije a mi madre que pasara por aquí a las diez, pero conociéndola no sé cómo no se ha presentado aquí ya, a desayunar con nosotros.
Álvaro contuvo una carcajada en la habitación contigua. Su futura suegra era la mujer más agobiante que había conocido en su vida y entendía perfectamente que su novia dijese aquello de una forma tan apática. Imaginaba que no habría sido fácil para ninguna de las dos escoger el vestido juntas, es decir, que Sofía hubiese escogido el vestido que su madre prefería después de mantener una discusión que ambas sabían que no llegaría a ninguna parte. Pero tras el primer disgusto la había encontrado encantada con el modelo. Él, por su parte, no había querido que se lo enseñara en el catálogo, ni escucharla hablar de formas, telas y colores. Prefería que fuera una sorpresa, para deslumbrarse al vérselo puesto el día de la boda. Se asomó a la cocina para darle ánimos:
-          Venga, que sólo te quedan dos pruebas más y habrás zanjado el tema.
-          Ya, pero es que me tiene harta –respondió ella, y era verdad-. Cada vez que piso la tienda, Gema se ríe de mí sin cortarse un pelo. A carcajada limpia. Se lo pasa genial presenciando las disputas madre-hija en directo.
Álvaro se acercó por detrás y la cogió por los hombros.
-          Ni que fueras la primera novia que va acompañada de su madre, mujer. Tiene que estar más que acostumbrada.
-          A ella no.
Y así, con un tono tajante que no daba pie a más discusión, cerró aquella conversación. Poca gente conocía de verdad a su madre. Era cierto que siempre estaba encima de todo y de todos, sobrevolando hechos y personas como un ave rapaz a la espera de que alguien dé el primer golpe a su presa para luego posarse sobre ella y picotear las entrañas, y que aquella condición suya de carroñera era explícita y reconocible, pero nadie sabía como Sofía hasta qué punto disfrutaba su madre con ello.
Álvaro acabó de vestirse y cogió sus cosas. Llevaba una bolsa de cuero enorme para la ropa en una mano, y en la otra sujetaba el maletín con el portátil. Sofía le acompañó hasta la puerta, se dejó besar en la sien como estaba previsto y al despedirse sonrió con sinceridad por primera vez desde que se había despertado.
-          Te llamaré en cuanto llegue.
Ella echó el cerrojo, volvió a la cama y encendió el televisor, pero a aquellas horas no hacían nada a lo que mereciese la pena prestar atención. De todos modos la dejó de fondo para llenar el vacío que había dejado Álvaro al cerrar. Le vino a la mente la noche anterior, la locura que sus amigas y ella habían pretendido cometer y cómo había acabado el asunto, volviendo a casa como si nada, después de haber conocido a un fantasma poeta entomólogo sanador y quién sabe cuántas cosas más que había resultado ser el primo de Amaya. Y la cara de tonta de Ruth. El mal humor aumentó sin avisar y se descubrió apretando los dientes hasta hacerse daño. Le había molestado en su momento y le molestaba ahora. Que la herida y por tanto la paciente hubiera sido Ruth, que él fuera tan atractivo y que ella se hubiera dado cuenta. Que hubiera acaparado la atención del chico. Y aquel comentario estúpido que no había conseguido contener. No se lo explicaba, de ningún modo. A ella nunca le gustaron los críos como aquel, con esos aires que se daban, entre místicos e intelectuales. Ni siquiera en el instituto. Sofía era más de hombres normales, con trabajos normales y vidas normales, humildes y familiares, siempre mayores que ella. Además, ella ya tenía su hombre normal, le amaba y se iba a casar con él. Y sin embargo cuando vio a Víctor allí plantado, con ese peinado antiguo y esa aparente timidez que no le duró más de unos minutos, se le hizo una pelota de algo gelatinoso en el estómago. Y cada vez que él abría la boca la superficie de la pelota temblaba como un flan y le provocaba escalofríos.
Dieron las ocho y ella seguía entre las sábanas, preguntándose a qué demonios venía esa actitud de adolescente confundida. Recuperó la taza vacía y la rellenó con café.  Se había enfriado, pero no lo suficiente, y ahora era un mejunje oscuro y empalagoso, templado, que daba angustia sólo con verlo. Sacó un par de cubitos de hielo del congelador y los echó dentro del brebaje con la esperanza de no terminar la mañana vomitando hasta la primera papilla. Un vago recuerdo de un domingo de resaca con las chicas la hizo sonreír. Aquel fin de semana desfasaron más de lo que debían y acabaron amaneciendo las tres (faltaba Ruth, a quien todavía no conocían) en casa de Amaya, que además de refugio antidepresivo era refugio post-borracheras. Todas habían bebido más de la cuenta y todas se encontraban fatal cuando sonó el despertador que Amaya había olvidado desconectar. También era verano en esa ocasión, y en aquella casa siempre había una cafetera llena. La sirvieron sin calentar y Adela lo puso tras el segundo trago. Primero escupió voluntariamente el café, y la cena de la noche anterior fue detrás. Su ropa, el suelo, la silla en la que se había dejado caer… A ella le entró la risa y Amaya ejerció de madre. La ayudó a limpiarse, recogió todo y la devolvió a la cama mientras Sofía se sujetaba el estómago, sin parar de reír. La anfitriona, por el contrario, le preparó una infusión y la obligó a tomarla antes de dejarla dormir un poco más. Para obligar a Adela a hacer algo tenías que tener mucho valor o ser Amaya. Era la única que podía domarla, sólo hacía falta una mirada directa y Adela comprendía, Adela acataba (casi siempre). A la inversa sucedía más o menos lo mismo, pero no era tan espectacular porque Amaya no parecía estar hecha de hierro forjado. Entre ellas había un vínculo especial que Sofía envidiaba desde que el mundo era mundo. Jamás había participado de él, no había tenido una relación como la que había entre ellas, ni con sus amigas ni con nadie. Parecían horneadas de formas distintas pero hechas de la misma masa, lo sabían y habían aprendido a aprovecharlo. Adela y Amaya se tenían la una a la otra indistintamente de qué ocurriera sobre la faz de la Tierra. Ella dudaba si tenía a alguien de ese modo incondicional. Observó unos segundos el contenido del vaso, ya helado, y se lo bebió de un trago antes de meterse a la ducha.
Su madre apareció pasadas las nueve, cumpliendo con la previsión de Sofía de que llegaría a su cita antes de la hora acordada. Ella todavía llevaba el pelo húmedo, pero ya estaba casi lista: se había enfundado unos pantalones cortos y una camiseta básica, de tirantes. Poco importaba la ropa que llevase, se la iban a hacer quitar de todas formas. Como había procurado mantenerse ocupada para no dar más vueltas al asunto de la noche anterior, la casa estaba recogida e incluso había limpiado un poco, pero a ojos de su madre nunca era suficiente.
-          ¿Nos vamos? –la saludó desde el rellano.
-          Hemos quedado allí dentro de casi dos horas, mamá.
La hizo pasar a casa y preparó más café. Habría preferido que alguien más las acompañase para no tener que pasar por aquello de nuevo. Se ponía terriblemente pesada cuando estaban a solas. Sin embargo, pensó, Adela no la habría acompañado, y Amaya estaba liada con el asunto de su primo. Ni se le pasó por la cabeza llamar a Ruth.
-          ¿Piensas ir así vestida?
Ya empezaba.
-          Mamá, hace calor, ¿prefieres que llegue sudando?
Discutieron durante un par de minutos y luego cambiaron de tema. Si empezaban el día peleándose la jornada se haría eterna, y ambas lo sabían. Después de tomarse el café, tan sólo habían pasado treinta minutos, y aun así, Teresa consiguió sacarla del piso y encaminarse hacia la tienda.
Cuando llegaron tuvieron que aguardar un poco. Como era de esperar, todavía no lo tenían preparado, pero Gema hizo lo posible por atenderlas cuanto antes. En cuanto pudo ayudó a Sofía a vestirse y sujetó los bajos para que al subir a la tarima no se estropeasen.
El vestido era maravilloso, parecía sacado de una película. Las líneas eran sencillas pero se le ajustaban al cuerpo perfectamente. El escote, palabra de honor, le recogía el pecho y lo realzaba sin llegar a ser provocativo, y justo debajo una franja de pedrería oscura delimitaba la parte alta de la cintura. El resto caía sin grandes ademanes, y carecía de una cola descomunal y pesada, como tantos otros vestidos. Antes de aquel ella ya había escogido su vestido, completamente diferente. El nuevo estaba en el escaparate de la tienda de al lado, y su madre se empeñó en que debía probárselo antes de decidirse. Pidieron disculpas y se trasladaron, la hija enfadada y la madre radiante. Gema las atendió desde el primer momento, la ayudó a cambiarse y en cuanto se vio en el espejo se convenció: aquel era su vestido, se casaría con él.
Sin embargo ahora, subida allí mientras Gema y su ayudante retocaban el contorno de la cintura –había adelgazado un poco por los nervios y le quedaba holgado- y escuchando a su madre recordarle en voz alta que si no fuera por ella se habría casado con aquel horrible atuendo que parecía un saco viejo en comparación con aquel, se miraba al espejo y dudaba. El vestido seguía siendo el mismo y era precioso, por supuesto, pero había algo que le revolvía el estómago. Aquella gelatina que Víctor había metido a presión continuaba molestándola y su reflejo, la imagen de ella misma vestida de novia, se le antojaba irreal y transitoria. La verdad la abofeteó con fuerza y sin previo aviso, como una tormenta repentina en mitad del verano. Se iba a casar. Y entonces sería irreversible. De niña soñaba con ese momento, con los preparativos, las flores y los menús, incluso, aun sin poner rostro al hombre que la acompañaría el resto de su vida. Se recreaba imaginándose bajando unas escaleras larguísimas y era la mujer más bella del mundo, y el que fuera su marido la estaría esperando abajo para llevarla de la mano. Y todo sería felicidad y luces de colores en medio de la noche. Aquella mañana se acordaba y le daban ganas de gritar que era una estupidez. La mujer a la que veía en aquel espejo gigante no era ella, no era la niña deseosa de una boda por todo lo alto, sino una chica a la que no le importaba que su futuro esposo se marchara de viaje de trabajo cada tres días. Se miraba y no reconocía nada suyo en el cristal. De pronto la imagen se volvió amenazante y tuvo que dejar de hacerlo. Comenzó a tener problemas para respirar y Gema se dio cuenta.
-          ¿Estás bien?
Sofía negó con la cabeza y se bajó del escalón, apartándose de ellas. Cerró los ojos y se concentró: no quería ponerse a gritar como una novia histérica a punto de dar marcha atrás y decidir, un mes antes de la boda, que no quería casarse, y mucho menos delante de su madre. Podría pedirles que le quitaran los alfileres, desprenderse del vestido y salir corriendo. De hecho, era lo único que quería hacer en ese momento. Salir corriendo y no parar hasta que le sangrasen las plantas de los pies descalzos; desaparecer, pero no lo hizo. Improvisó una sonrisa y se disculpó:
-          Sólo me he mareado un poco. He tomado demasiado café.
En ese momento habría jurado que no había dicho una mentira tan grande en toda su vida.

miércoles, 24 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XIV)


 POR VÍCTOR FERNÁNDEZ MOLINA


Marcos y Víctor volvieron a salir al portal que daba a la calle para, una vez más, observar cómo su destino se escapaba con todas las respuestas.

-¿Fumas todavía? –le preguntó Víctor a su amigo.

-Solo cuando mi mujer no mira. –dijo muy seriamente, como si en sus palabras hubiera una sentencia de muerte que es ahogada por una rebelión interna.
Marcos sacó su paquete de tabaco escondido dentro del calzoncillo y le ofreció un cigarro. Víctor dudó. Meterse en la boca algo que había estado en contacto con el escroto de su amigo era algo que iba contra sus principios, pero estaba nervioso y se lo aceptó. Se fueron a un banco cercano al Mercado central. Estaba lleno de excrementos de pájaros pero con un poco de maña se pudieron sentar sin llenarse la ropa de manchas blancas y marrones. Allí se quedaron durante un tiempo. Mirando el soleado día en la ciudad de los edificios horribles, observando el ir y venir de la gente, cruzando alguna palabra de vez en cuando, pero sin intención de iniciar una conversación. Marcos sólo pensaba en el futuro, en lo que le esperaba al llegar a casa después de solventar el problema de su amigo. Las peleas iban en aumento día a día, y ella cada vez era más dominante. Apenas era capaz de recordar aquellos días en los que él había tenido voz y voto en su propia casa.

Víctor, por el contrario, pensaba en el pasado, en los meses posteriores a aquella noche en la feria.  Nadia había sido su bote salvavidas. Después de aquel día comenzaron a salir en la misma pandilla de amigos. Todos iban a la misma universidad, pero estudiaban carreras muy diferentes: historia, filología, empresariales, enfermería… Nadia estudiaba psicología. Era una nueva broma del destino. Desde el principio Víctor se sintió terriblemente atraído por ella. Su pelo, sus ojos, sus labios y su olor eran una constante provocación a los sentidos del muchacho que, a pesar de todo, no había salido del cascarón.  Nadia era la llave para comenzar una nueva vida, pero ella sólo le veía como un buen amigo, nada más. En realidad, ella no quería atarse a nadie. Era una mujer libre, escrito con mayúsculas, y deseaba seguir siéndolo de por vida. Las eternas noches de borracheras comenzaron a surgir en los meses posteriores. Víctor, día a día fue olvidando todos sus miedos, sus fobias y sus preocupaciones. Por primera vez en mucho tiempo todos sus objetivos se centraban en un solo punto: ser feliz. Pero aquella felicidad estaba anclada irremediablemente a una mujer que le trataba como si fuera su mascota.

-¿Sabes quien puede tener una habitación libre en su casa? – dijo súbitamente Marcos sacando a Víctor de su obnubilación.

-A ser posible gratis, Marquitos. Que estoy sin blanca. –respondió Víctor entrecerrando los ojos.

-Tenemos que ir a ver a Toni el del tanga azul. –dijo finalmente Marcos.

A Toni, o Toño como le llamaban algunos cuando querían hacerle rabiar, le habían puesto el sobrenombre de “el del tanga azul” para diferenciarlo de Toni “el pitufo”, otro amigo en común que salió del grupo que le presentó Nadia. Era una caterva de lo más variopinta la que la acompañaba siempre. Unos amigos de distintos orígenes y con distintas personalidades, pero con un único denominador común: conseguir tirarse algún día a Nadia. Víctor en realidad no había sido una excepción a la regla, y Marcos en un principio tampoco. Ella no era la única chica del grupo, pero sin lugar a dudas era la que más triunfaba. El problema era que ella sabía diferenciar muy bien entre amistad y amor. O al menos eso creía ella.

El paseo hasta la casa de Toni el del tanga azul era largo pero lleno de curiosidades por las que hacer un alto en el camino. Las tiendas chinas inundaban las calles del centro con sus aparatejos y sus telas de baja calidad. Junto a ellas siempre había un kebab o tal vez una cafetería llena de clientela masculina, velluda y anciana que miraba con recelo todo lo que ocurría a su alrededor. Víctor ya conocía esas calles, pero no paraba de sorprenderse de la cantidad de bares que proliferaban en Alicante. Parecía que aquí, si no se bebe no se podía vender nada. Incluso pasaron por una tienda de instrumentos que él recordaba desde hacía mucho tiempo, y en su lugar habían puesto un pub irlandés. Era, ciertamente, una ciudad de borrachos y finos.

La calle maestro Gaztambide estaba en cuesta. Subir aquella calle era una tarea bastante dificultosa. A mitad de camino, ambos ya estaban sudando como dos enclenques en un gimnasio. Poco a poco se iban desinflando. La inclinación de aquella calle maloliente era superior a la normal; casi parecía que llegaría un punto donde sería totalmente vertical. Pero la recompensa por subir aquel particular Everest podía ser su salvación, así que Víctor sacó las pocas fuerzas que le quedaban y continuó hasta llegar a su destino. Pararon delante de una tetería. Era un lugar curioso dentro del abanico de posibilidades hosteleras que se podían encontrar. Un sitio donde podías acostarte en una tarima enmoquetada y pedir un té o una infusión para relajarte. Justo enfrente, una incongruencia política se levantaba ante él. Un edificio antiguo donde había una placa conmemorativa de su construcción en los años sesenta albergaba la sede del partido comunista del país valencià. El problema era que en aquella placa estaba el símbolo de la falange. Era una de esas tonterías en las que sólo se fijaba Víctor, y no pudo aguantar esbozar una sonrisa que sólo servía para retroalimentar su propio ego.

Marcos se acercó al timbre de aquella contradicción edificada y tocó un botón negro a la altura del segundo piso.

-¿Quién es? – se oyó gritar desde arriba.

Los dos amigos alzaron la mirada al cielo, y allí en el balcón del segundo piso había un tipo moreno, flaco pero musculoso, sin camiseta y con una botella de litro de cerveza en la mano, posiblemente para tirársela a la cabeza de las visitas inoportunas.

-¡Toni! –gritó Víctor.

-¡Hostia, nene! ¡El Víctor y el Marcos! ¡Me cago en la puta! Pégale una patada a la puerta y subid –dijo Toni llevándose las manos a la cabeza y visiblemente contento.

Víctor hizo lo propio y de una patada suave abrió la puerta de aluminio que simulaba proteger ese bloque de viviendas. El portal, evidentemente, estaba destartalado. Había muchos azulejos rotos, los buzones estaban todos reventados literalmente y las paredes totalmente desconchadas por la humedad. En unos años, si nadie hacía nada para evitarlo podrían declarar perfectamente como ruinoso ese lugar y tirarlo para construir unos apartamentos de lujo: el otro gran negocio de esta ciudad.

Subieron las, de nuevo, empinadas escaleras y se encontraron en el rellano de la escalera a Toni “el del tanga azul” y a Mauro “el sucio” con los brazos abiertos.

-¡Me cago en la puta, Víctor! ¡Me cago en la gran puta! ¿Qué cojones haces aquí, pedazo de cabrón? –mientras decía esto se abrazaban con todas sus fuerzas y Toni le daba puñetazos dolorosos en la espalda a Víctor.- Pasad, joder, pasad. Vamos a tomarnos unas birras.

El piso era pequeño, sucio y desordenado. Una caja de cartón hacía las veces de soporte para una tele de plasma de cuarenta pulgadas conectada a una playstation, ambas de dudoso origen. El sofá parecía haber salido de un contenedor de basura por los descosidos y las manchas oscuras que lo poblaban. Por todas partes habían ceniceros con colillas de porros y una mesita de cristal con un montón de huellas centraban la estancia. Sin lugar a dudas, el balcón era la mejor parte de la casa. Era una especie de antítesis del de su prima Amaya, tan arreglado y modernista, este en cambio parecía un estercolero. La única flor que había era una maceta con una radiante planta de marihuana que Toni se encargaba de mimar todos los días para que creciera fuerte y como él decía “picante”. Cuanto más “picante” era la planta, más risa hacía.

Se sentaron en el infecto sofá los cuatro con una cerveza fría en la mano. Toni automáticamente sacó el papel de fumar y se lió en unos segundos un porro sin mirar. Era un artista cannábico.

-¿Qué hay de vuestras vidas, hijos de puta? –cambió de registro para adaptarse a la nueva situación.

-Puffff. –Toni se llevó las manos a la cabeza- Una movida, tío. Resulta que a la pava se le fue la chola y me tiró de casa la muy guarra, todo porque me pilló con dos cerdas en el sobre y decía que no le molaba mi rollo.

Víctor trato de hacer el mayor esfuerzo de su vida para comprender lo que decía su amigo. Había olvidado lo difícil que era tener una conversación normal con Toni el del tanga azul. En realidad siempre le había sorprendido cómo una persona como él había llegado a matricularse en una carrera, si ni tan siquiera era capaz de hablar como si no estuviera tarado. Comprendía lo de “la pava”, “la chola” y “lo del rollo”, pero lo de “dos cerdas en el sobre” era demasiado con él.

-Vaya tela, colega –dijo finalmente Víctor para que todos pensaran que seguía la conversación perfectamente mientras Toni le pasaba el porro candente para darle un par de caladas. El sabor era fuerte. Era de los picantes. Era demasiado humo para una sola mañana, pero tendía que pasar por aquello para salirse con la suya. Casi se atraganta, e incluso notó una baja de tensión inmediata, pero nada que no pudiera controlar por el momento. – Pues a mí me ha pasado algo igual. Mi prima me ha largado de su casa, y necesito un sitio porque me quedo por aquí unos meses.
-¡Hostia! ¿Necesitas una choza? ¡Quédate con nosotros! ¡Aquí tienes tu casa! –interrumpió Mauro “el sucio” dándose golpes en el pecho para reafirmar que aquello que decía lo decía de corazón

-Pero tíos, estoy sin un puto duro. No puedo pagar alquiler. –se apresuró a aclarar Víctor.

-¡No te preocupes! –dijo riendo Toni- ¡Nosotros tampoco, colega!

Todos rieron a carcajadas. Incluso Marcos que se había quedado encajado con cara de poker entre Mauro y Víctor.  En realidad, Marcos echaba de menos aquellos días en los que tenía cierta libertad para ir con sus amigos. Odiaba las resacas y las borracheras continuas del ritmo de vida que llevaba la pandilla, pero le encantaba reír, algo que hacía tiempo que no sucedía.

-Vamos a hacernos unas lonchas para celebrarlo –dijo Mauro sacando una pequeña bolsita blanca con un alambre.- esta farlopa es la hostia.

-¡Hazlas gordicas esta vez, copón! Pero saca el espejo de los invitados, ¡coño! Que te lo tengo que decir todo. –le gritó Toni.

Mauro fue a su habitación y sacó un cuadro de espejo con una imagen de Jesucristo crucificado. Lo puso sobre la mesa de cristal y comenzó a hacer las rayas alrededor del cuerpo de la desafortunada figura. Eran unas rayas consistentes, de unos 50 milímetros de grosor. El polvo blanco se quedaba pegado en la tarjeta de crédito de una tal Adela. Víctor pensó por un momento en la amiga borde de su prima.

-Joder ¿No os da palo hacerlo ahí? –preguntó Marcos sorprendido al ver tal escena

-¡Que va, tío! Si de tanto olerle el sobaco ya somos colegas y todo – volvió a reír a carcajadas Toni, que a pesar de todo, pensaba que aquello era cierto –No, en serio. Cristo te ama colega. Prefiero meterme una loncha con él, como un amigo más, que no a escondidas como si no le quisiera.

-¡Cristo es la polla! – soltó de repente Mauro que estaba concentrado haciendo delineación narcótica en el espejo sagrado.

Marcos miró a Víctor, que sonreía como un bobo sonríe delante de la televisión. Le daba igual las implicaciones morales que allí estaban ocurriendo. Estaba con sus amigos, tenía un techo donde dormir y posiblemente lo que le quedara de estancia en Alicante la pasaría anestesiado por las drogas y el alcohol. En cierta manera, era a lo que estaba acostumbrado. Él y Nadia solían irse con todo el grupo de bar en bar, de discoteca en discoteca hasta que su cuerpo no podía más. Era un salto mortal al vacío de la intoxicación que no podía dejar de hacer. Ella le arrastraba. Cuando estaban solos, totalmente etílicos, se contaban secretos, vivencias, sentimientos. Ella sabía que Víctor estaba totalmente enamorado de ella, y sabía que ese amor no era algo pasajero. Nadia sabía que en sus manos estaban todos los sentimientos de aquel pobre chaval. Su vida entera él le habría dado. Pero ella prefería tenerlo como un buen amigo, como un confidente de sus aventuras sexuales. En realidad se complementaban, ella la dominatriz y él el dominado. Hasta que una noche todo cambió, una terrible noche que destrozó todos los planes de Nadia, toda la estabilidad de su vida de libertad, cuando Víctor no pudo más y se presentó en su casa llorando y con un cuchillo en la mano.

martes, 23 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XIII)

POR CONNIE MARCHANTE

Adela llevaba más de veinte minutos dando vueltas por las mismas calles, viendo pasar los mismos escaparates una y otra vez, arropada por el volante de su coche, al que seguía aferrada como un gato asustado sin apenas percatarse de ello. No quería volver a casa, a pesar de que el reloj le anunciara que pasaban las tres de la mañana de aquella ilógica noche de jueves. Aquel piso de alquiler no le resultaba un hogar al cual poder volver y sentirse en paz consigo misma. Lamentablemente, no había conseguido sacarse esa sensación de estar de prestado en cualquier parte, ni siquiera allí, donde vivía sola. Conectó la radio y esperó a que sonara alguna buena canción, de esas que te reconfortan y te hacen olvidar todo un poco. Con suerte el locutor pensaría en la gente que anda deambulando perdida dentro de un coche, sin rumbo ni destino, y habría seleccionado una de esas canciones con mucho ruido, tanto que no se pudiera escuchar el que uno llevaba por dentro. El ruido. Se escuchaban los últimos segundos de una canción que no logró reconocer. De estilo indie, tal vez. No podía centrarse demasiado en aquel sonido que no le resultaba del todo familiar. Adela en aquellos momentos estaba toda hecha de ruido. De su propio ruido. Se tocó la mejilla con el dorso de la mano al notar la sensación de una lágrima. No se había dado cuenta de que desde que Ruth saliera del coche no había dejado de llorar. Habían sido lágrimas silenciosas, que habían pasado de puntillas por su rostro sin llegar a marchitarlo. Tampoco ellas habían querido romper aquel momento o, simplemente, tampoco habían podido combatir el ruido. No habían conseguido liberar a Adela de aquel peso que le oprimía el pecho. Siguió dando vueltas, esta vez acercándose a la zona de la Plaza de toros. Imposible parar ahí, mucho menos aparcar. Las voces se le amontonaban en la mente, como si todas quisieran expresar su malestar a la vez: Ruth, Amaya, Víctor, Jordi…  Sentía que la cabeza le iba a estallar cuando, de repente, los acordes de una canción conocida comenzaron a estrellarse contra las ventanillas de su peugot: Busco un lugar en esta ciudad, donde esconderme de la corriente que me lleva…
Aquella canción de Jarabe de palo siempre le había gustado, tal vez porque Adela siempre había buscado otro lugar donde pudiera dejarse arrastrar como la tierra por la lluvia torrencial, ser arrancada y transportada lejos sin poder decidir a dónde, sin poder saber cuándo pararía. Pero aquellas palabras no eran suficientes aquella noche. El ruido era mucho más fuerte. El ruido y la presión en el pecho, que la obligaba a respirar cada vez más profundamente, cada vez con más esfuerzos.

Río de lava que todo lo arrasa, floto en el  tedio, oscuro viaje hacia el Infierno... Busco ese lugar.

Ella también buscaba ese lugar. Necesitaba parar, llegar a alguna parte. No quería regresar a casa, no le apetecía encontrarse con su colchón vacío de noches y de cualquier esperanza. No quería reflejarse en el espejo de la entrada y comprobar que una vez más nadie la seguía. Que él no estaba. Sin embargo, dentro del coche –sobre todo dentro de la cabeza de Adela- parecía haber mucho más movimiento que fuera de él. Los cristales de los  escaparates, cerrados desde hacía horas, reflejaban cada vez menos transeúntes por las calles por las que ella circulaba.

Dime la verdad; poco me queda. Querría perderme, huir para siempre, echar a volar…

Entonces pensó en Clan Cabaret. Los jueves siempre había fiestas universitarias por todo Alicante y sería fácil que el local estuviera lleno de gente. En realidad, a ciertas horas se convertía en un antro donde podías encontrar a sujetos de todo tipo mientras escuchas rock, funk, drum'n'bass, house, electro o  hip hop. Era un buen lugar para perderse, después de todo. Tardó unos quince minutos más en poder aparcar su coche. Antes de salir de él, se miró por el espejo retrovisor recordando que había estado llorando. Comprobó que, efectivamente, tenía el maquillaje estropeado aunque de forma bastante sutil. “Te ha quedado una sombra muy de efecto fumé”, se habría burlado Amaya. Cada vez que se había maquillado un poco los ojos y lloraba le ocurría lo mismo. El perfilador de los ojos se le difuminaba un poco creando un efecto “ahumado” que, irónicamente, la favorecía muchísimo, contrastando con la palidez natural de su rostro. Adela poseía una belleza serena, de esas que se perciben solamente a través de los poros de la piel y que sin darte cuenta te van calando por dentro. Nadie hubiera negado en aquel momento que Adela era una mujer terriblemente hermosa. Ahuecó el cabello ondulado con sus manos y decidió que estaba lista para salir. Se había retocado lo justo para no parecer una cualquiera, teniendo en cuenta que en el bolso únicamente guardaba una máscara de pestañas y un brillo de labios. Rebuscando en el fondo, a ciegas, se había topado con el móvil y había pensado en llamar a Amaya.
Eran casi las cuatro de la mañana y no se sentía con ánimos para despertarla. Lo había hecho en muchas otras ocasiones, a horas intempestivas había cogido el teléfono y le había dicho “Estoy en este pub, ponte  guapa y vente. Ya sabes que no me gusta beber sola”. Pero aquella noche tenía motivos distintos para beber y no quería compartirlos con ella. Todavía no había logrado entender cómo se habían distanciado los últimos meses, ellas que se consideraban prácticamente como hermanas. Sus padres habían sido amigos íntimos desde que ellas tenían memoria y se habían criado juntas; habían compartido juegos, amores adolescentes, secretos inconfesables, amantes esporádicos. Todo. Estaban unidas por un delgado hilo transparente, invisible a todos los demás. Pero, inexplicablemente, Adela no le había contado la historia de Jordi.
Caminó un par de manzanas y cruzó por la zona de la Lonja. El Clan Cabaret estaba justo enfrente, esperándola. Tal y como había pensado, el local ya tenía al portero disponiendo de los que pretendían entrar, controlando que no se llenara más de la cuenta. No tuvo que pagar entrada como el resto de los que estaban formando una cola deforme, como todas las que se formaban en aquella cuidad, en aquel país. La dejaron pasar sin ningún problema, la conocían de sobra.
Caminó en línea recta hasta la barra. De fondo se escuchaba Maybe, de Janis Joplin. Se acercó al camarero de siempre y le pidió un gin tonic de Hayman’s 1820. Al igual que el precio del cubata, la botella estaba reservada a Amaya y a ella, lo cual las hacía sentir mucho mejor al beber aquel licor casi sagrado. “No hay nada como un buen gin-tonic”, le decía Amaya al oído en las noches que se habían tomado alguno que otro más de la cuenta.
Mientras el camarero cumplía con su parte aquella noche, ella miraba embelesada el vaso de tubo que le estaba destinado. Por un momento fugaz, Ruth se le cruzó por la mente, como en un suspiro liviano. Su imagen no le dolió en ningún momento; se sintió algo culpable por haberla sometido a sus confesiones. A sus historias sin sentido. La había obligado, de algún modo, a ser su cómplice callada y resignada.
Adela bebía rápido, sin alejarse demasiado de la barra. Era mucho más peligrosa cuando Amaya no estaba para vigilarla. Siempre había necesitado de alguien que la llevara de la mano. Ruth tenía razón: era la más frágil de todas. No tardaron en ofrecerle unas pastillas de éxtasis. Nunca se había drogado, aunque necesitaba tomar de vez en cuando tranquilizantes para dormir, lo cual también era una droga aunque legalizada en la farmacia. Decidió probar una, sólo por esa vez. Las canciones se iban turnando para acariciarle el cabello suelto que adornaba sus hombros desnudos; una melodía detrás de otra, para trasladarla poco a poco y con ayuda del alcohol, a un lugar en el que su ruido interior ya apenas se escuchaba. Apenas algunas imágenes del pasado luchaban por permanecer con ella durante esa madrugada extraña en la que comenzaba a sentirse algo desorientada.
Recordaba las tardes de infancia con Amaya. Se veía a sí misma junto a ella, sonrientes, difuminadas en un halo de luz blanca. Tal vez había comenzado a delirar un poco; tal vez aquel era su estado natural. Las risas acariciaron suavemente la piel de Adela, el recuerdo de unas niñas que no sabían nada del rencor ni de la vida. Que no sabían nada de la muerte ni de la soledad.
Recordaba la  tarde en casa de Sofía como si hubiera sucedido hacía un millón de años. Sus palabras de desaliento, de enfado. La idea de quedarse sin trabajo, de tener que volver sin dinero ni suerte a casa de su madre, a vivir bajo sus normas como cuando era una niña. Sin embargo, la idea de suicidarse ahora le parecía una estupidez. ¿Quién era ella para decidir sobre el destino de sus amigas? ¿Quién para empujarlas al vacío? Se sintió contenta porque al final cada una estuviera a salvo, en sus casas, lejos de ella. Llegó a la rara convicción de que en aquellos momentos cada una de sus compañeras estaría celebrando su lejanía. Que se hubiera marchado sola. Se sintió feliz y comenzó a reírse estúpidamente, como el que recuerda una maldad o una broma recién pertrechada; quiso brindar por ella y su desgracia pero se le había acabado de nuevo el gin-tonic. Era el cuarto de la noche. Pidió el “último” al camarero, que ya le recomendaba suavemente dejar de beber.
Con los ritmos de “Found a lover”, de Panacea Adela se dejó arrastrar dócilmente a la pista. No tardaron en llegar jóvenes que querían bailar con ella y algo más. Uno de ellos, un chico alto y moreno, se le acercó por detrás, rodeándole la cintura con sus manos. Adela se sentía fuera de sí, lejos de cualquier problema, fuera del tiempo y el espacio. Se dejaba hacer mientras cerraba los ojos y percibía el perfume masculino de su pareja de baile casual.
Las manos recorrían su cuerpo tímidamente al principio, pero pronto tomaron la confianza suficiente para guiarla y obligarla a caminar poco a poco. La estaba llevando a los baños del local.
Por un momento, Adela se dio cuenta de lo que iba a suceder. Era todo tan sencillo que le pareció hasta natural. No sabía qué hora era, pero seguro que pasaban de las cinco de la mañana. Los que permanecían en la discoteca estaban más que pasados de todo, pero ella sólo se había tomado una pastilla. La primera y la última, se decía en voz alta de vez en cuando, sin darse cuenta de que estaba hablando sola. Su acompañante no la escuchaba, no le interesaba lo que Adela pudiera contarle. Ni cómo se llamaba ni a qué se dedicaba. Hacía mucho tiempo que nadie preguntaba eso de “estudias o trabajas”. No importaba. De todos modos, lo de hablar sola lo hacía a menudo. Su enajenación, ese desapego emocional que la inundaba en momentos como aquel, no estaba provocado por la droga, formaba parte de su personalidad compleja y desconcertante. Y aunque sí era cierto que  había bebido demasiado, podía darse cuenta de que aquel tío quería culminar aquella noche con un bonito y húmedo recuerdo.
Entonces, justo cuando un pie se esforzaba por ponerse delante del otro sin tropezar, cuando apenas quedaban unos diez pasos para llegar a la puerta del baño, Adela pensó en Jordi. No hubiera querido hacerlo, pero su imagen se le metió entre costilla y costilla. Había conseguido romper el cerrojo que ya había malogrado Ruth dentro de su coche. Recordó las noches en una terraza en un lugar muy lejos de allí, un lugar donde nadie podía verles ni acusarles de nada con el dedo. Recordó las palabras y los abrazos… y no quiso continuar caminando.
-          Eh, tía, ¿qué te pasa? – Adela no había contado con el joven que seguía detrás de ella, empujándola con una dirección muy clara.
-          Déjame, -acertó a decir ella- no quiero liarme contigo. Me voy a casa.

El chico la agarró del brazo, haciendo ademán de intentar convencerla. La miró a los ojos por primera vez y ella le mantuvo la mirada. Impenetrable y oscura. No se dijeron nada. La soltó suavemente y le dijo de mala gana “Vale. Como quieras”. Se alejó mascullando palabras como “Vaya estrecha. Menuda calientapollas” o alguna cosa parecida. A Adela ni le sorprendió ni le molestó. De hecho, consideró bastante fácil el haberse desprendido de aquel lastre que se le había colgado de los hombros no sabía desde hacía cuánto tiempo. Entonces pensó que le hubiera resultado muy fácil tirárselo en el aseo. La hubiera empujado contra una de las paredes del baño de minusválidos, que era el más amplio y cómodo –también el más limpio-. Puede que la hubiera levantado cogiéndola de los muslos para hacerlo a horcajadas. Ella no hubiera hecho ruido,  se hubiera dejado hacer sin más, esperando a que el otro se corriera. Con suerte ella habría llegado al orgasmo también, quién sabe. Aquellas aventuras de discoteca solían ser muy poco satisfactorias para la mujer. Pero, en cualquier caso, hubiera resultado muy fácil y, por qué no decirlo, rápido.  Lo hubiera sido, de no aparecer por su mente y su pecho en el momento oportuno, como siempre, Jordi.
Salió del local. Un aire fresco de madrugada la invitó a sonreír aunque no se había sacudido del todo la imagen del hombre que tenía la culpa de todo. Así lo había reconocido ella en más de una ocasión. Jordi Valdés había sido el error más grande cometido en su vida. Cualquiera que conociera a Adela lo hubiera previsto, cualquiera salvo ella. Pintor, escultor, escritor, de genio brillante y exacto, lo tenía todo. Era un artista completo, y además muy bueno. De los que ya no existían. De los que se fabrican en los sueños renacentistas del pasado. Un nuevo da Vinci. Lo había conocido en el último instituto donde había trabajado por unos meses, apenas seis, cuando había ido a sustituir a una profesora que había pedido la baja por embarazo. Él era el profesor que impartía la maravillosa –para Adela- asignatura de literatura universal y habían tardado apenas unos días en conectar, en buscarse en los descansos, en los recreos. Se buscaban siempre con la mirada, con los gestos. Sin embargo, aquello no podía ser una historia que se pudiera contar ni que fuera a tener un final necesariamente feliz. No podían compartirlo, no podían expresarlo. Adela se había enamorado de él cuando ya le pertenecía a otra. Lo peor de todo es que él se lo había contado en una de aquellas citas bajo la luna, mientras su luz invadía la terraza que resguardaba sus secretos y sus encuentros. Ella lo sabía todo y lo había aceptado, sin renunciar a lo que él quisiera o pudiera darle.
Caminaba despacio en dirección al coche. Los pies le dolían tanto que aquel martirio había logrado despejar su cabeza. Volvía a pensar con claridad. A recordar con claridad. Le entró un ataque de responsabilidad y paró en una esquina para llamar a un taxi. Siempre llevaba el número grabado en el móvil para este tipo de desmadres inesperados. La teleoperadora le dijo que el vehículo tardaría unos cinco minutos en llegar. “Ojalá me hubiera entrado el conocimiento hace un par de horas”, bromeó consigo misma.
Se quedó sentada en un banco de hierro cercano al sitio donde había quedado para que la recogieran. Afortunadamente el taxi no tardaría y podría salir de allí. Podría volver a escapar, buscar otro lugar. Notaba cómo su piel reaccionaba al frío de la madrugada, aunque los termómetros no marcaban menos de 20 grados. No era el frío lo que erizaba su piel, sino el recuerdo del contacto con otra piel, todavía anhelada. No se explicaba cómo podía sentir todavía en su cuerpo el último abrazo que recibió de Jordi, la última noche que pudieron estar juntos, justo antes de despedirse con un simple “hasta luego”. Él no era de discursos elaborados ni engañosos, no daba falsas excusas ni mentía. Tampoco le aseguró que se volverían a ver, ni cuándo en el caso de que sucediera.
Amaya no sabía nada de todo esto; Adela no le había contado el secreto más importante y valioso de toda su vida. No sólo no sabía que se había liado con un hombre casado, sino que no le había confesado que por primera vez se había enamorado. De forma sincera e incondicional. Amor de verdad. Desde luego que su amiga le diría de todo, le gritaría lo fresca y estúpida que era. Que tenía todas las de perder, que lo único que lograría sería estar colgada de una llamada, pendiente de un mensaje. Dejar de vivir para ella misma y sufrir por un amor que en realidad no estaba correspondido. Pero no necesitaba escucharlo de Amaya, porque todo eso ya lo había comprendido Adela desde hacía poco más de dos meses. Justo cuando habían llegado las vacaciones de verano y él había regresado feliz a su casa, junto a su mujer y ella se había tenido que regresar sola a Alicante, a un piso de alquiler donde nadie estaba al otro lado de su colchón para consolarla. Ruth, su pobre niña agotada de cargar con aquel secreto lleno de dolor, que era más una daga sobre el cuello de la propia Adela, era la única que conocía los detalles de la relación. Era la única que tenía a Adela en sus manos.
Cuando llegó por fin el taxi, Adela se dejó todos aquellos recuerdos sentados en el mismo banco donde había estado ella apenas hacía unos segundos. Los dejó abandonados como quien abandona a un perro que ha crecido demasiado y no es compatible con las vacaciones de verano. Los abandonó siendo suyos, siendo responsable de ellos, siendo su creadora. Sabía que ellos no se quedarían ahí por siempre, que tarde o temprano la volverían a encontrar cuando menos lo pensara, cuando estuviera acurrucada en su rincón del sofá, indefensa ante ellos. Sabía que regresarían y, sin embargo, los dejó atrás. Lo hizo porque aquella noche, la noche en la que parecía haber comenzado algo que todavía no se había atrevido a analizar del todo, prefería dejar de ser ella. Quería dejar de pensar como ella, de sufrir como ella, de amar como ella y, sobre todo, de recordar como ella, durante las horas que le quedaran de sueño, que no eran ya muchas.