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sábado, 27 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XV)

POR CARMEN JUAN ROMERO


Sofía se despertó abrazada a su novio, a pesar de cómo se habían metido a la cama por la noche y del maldito calor que no remitía ni entonces, cuando empezaba a despuntar el sol. Se levantó con cuidado de no despertarle y fue a preparar el desayuno. Apenas tenía apetito últimamente, cosa que achacaba a los nervios de los preparativos para la boda, y desayunar a las cinco de la mañana no era algo a lo que estuviera acostumbrada, pero en apenas media hora él se marcharía y estaría fuera un par de días, quizá más; se subiría al avión y la volvería a dejar sola y asqueada en aquel piso que ni siquiera le gustaba. Por suerte o por desgracia, aquel sería un día ajetreado para ella, de todos modos, así que quiso que por una vez desayunasen juntos. Así se disculparía también por no llamar y haberle preocupado. El hecho de que ella fuera a mordisquear una tostada sin ganas era irrelevante. Sólo quería sentarse delante de él y mirarle antes de que se fuera, tal vez charlar, aunque eso último no era necesario. Se conformaba con tenerle allí, verle un rato y luego sonreír cuando Álvaro la besara en la sien y le dijera “te llamaré en cuanto llegue”. Y luego volver a meterse en la cama y poner la tele, hacer tiempo hasta que la mañana llegase de verdad y entonces recoger un poco y darse un baño antes de que llegase su madre. Inconscientemente, había organizado su día antes incluso de recordar qué debía hacer.
El olor del café recién hecho despertó a Álvaro y le arrastró hasta la cocina. Él no tenía problemas para madrugar, era cuestión de trabajo y lo llevaba bien. Sin embargo parecía cansado.
-          ¿No has dormido bien? Tienes mal aspecto. Para ser sincera, estás horrible –le confesó sin ningún tipo de reparo Sofía. Hacía demasiado tiempo que estaban juntos como para andarse con chiquitas y era cierto: las ojeras le llegaban a mitad de las mejillas e iban a ser difíciles de disimular; tenía los párpados hinchados y los ojos ligeramente enrojecidos.
-          Yo también te quiero –contestó él, dándole un empujón suave y reprimiendo un bostezo-. Te has pasado la noche entera moviéndote sin parar, ¿cómo quieres que duerma? He estado a punto de salirme al sofá.
Sofía sirvió el café en dos tazas y le hizo un gesto con la cabeza para que se sentase y la dejara hacer. No le gustaba que nadie merodease a su alrededor cuando estaba en la cocina, aunque lo que tuviera en la mano no fuese más que un pedazo de pan con aceite. Cuando hubo acabado, se sentó frente a él, como había planeado, y le observó soplar al vaso.
-          ¿Cuándo vuelves? –la respuesta le daba un poco lo mismo, pero aun así la hizo, más por quebrar el silencio que lo invadía todo a aquellas horas intempestivas que por interés.
-          Cielo, ya te lo he dicho –Álvaro tenía mucha paciencia con ella, y lo demostraba repitiendo una y otra vez la información cuando Sofía no la retenía, lo cual sucedía muy a menudo-. Espero que sea antes, pero el domingo estaré aquí, seguro. Lo prometo.
Ella asintió. Tenía la sensación de que no le importaba lo más mínimo que Álvaro pasara fuera una semana o un mes. Por su cabeza rondaban miles de cosas que no tenían relación alguna con él ni con la boda.
Álvaro apuró su café con prisas y desapareció de la cocina. Ya tenía todo preparado, sólo tenía que vestirse, pero aun así revisó la bolsa de viaje comprobando que no olvidaba nada y echó un par de cosas más que seguramente no necesitaría, por si acaso. Ella se quedó allí sentada, sujetando la taza con las dos manos, sin beber, dejando que el tiempo que les quedaba juntos aquella semana se evaporase y se mezclase con el humo del café.
-          ¿A qué hora viene Teresa? –se escuchó desde el otro lado del pasillo.
Quiso ignorar la pregunta, obviarla y disfrutar del silencio matinal. No tenía ninguna gana de ver a nadie, de ir a ninguna parte. Hizo un rápido cálculo mental, por si aquel repentino mal humor tenía relación con los ciclos lunares. No.
-          Quedé con Gema para que tuviera el vestido preparado a las once –y además tenía que probarse el vestido para los últimos retoques. Esperaba que no tardaran demasiado, no le apetecía subirse a una peana y dejar que una panda de marujas la contemplara y la adorase, le dijera lo preciosa que estaba y lo feliz que iba a ser y lo bien que le sentaba aquel escote, sencillo y austero pero elegante-. Le dije a mi madre que pasara por aquí a las diez, pero conociéndola no sé cómo no se ha presentado aquí ya, a desayunar con nosotros.
Álvaro contuvo una carcajada en la habitación contigua. Su futura suegra era la mujer más agobiante que había conocido en su vida y entendía perfectamente que su novia dijese aquello de una forma tan apática. Imaginaba que no habría sido fácil para ninguna de las dos escoger el vestido juntas, es decir, que Sofía hubiese escogido el vestido que su madre prefería después de mantener una discusión que ambas sabían que no llegaría a ninguna parte. Pero tras el primer disgusto la había encontrado encantada con el modelo. Él, por su parte, no había querido que se lo enseñara en el catálogo, ni escucharla hablar de formas, telas y colores. Prefería que fuera una sorpresa, para deslumbrarse al vérselo puesto el día de la boda. Se asomó a la cocina para darle ánimos:
-          Venga, que sólo te quedan dos pruebas más y habrás zanjado el tema.
-          Ya, pero es que me tiene harta –respondió ella, y era verdad-. Cada vez que piso la tienda, Gema se ríe de mí sin cortarse un pelo. A carcajada limpia. Se lo pasa genial presenciando las disputas madre-hija en directo.
Álvaro se acercó por detrás y la cogió por los hombros.
-          Ni que fueras la primera novia que va acompañada de su madre, mujer. Tiene que estar más que acostumbrada.
-          A ella no.
Y así, con un tono tajante que no daba pie a más discusión, cerró aquella conversación. Poca gente conocía de verdad a su madre. Era cierto que siempre estaba encima de todo y de todos, sobrevolando hechos y personas como un ave rapaz a la espera de que alguien dé el primer golpe a su presa para luego posarse sobre ella y picotear las entrañas, y que aquella condición suya de carroñera era explícita y reconocible, pero nadie sabía como Sofía hasta qué punto disfrutaba su madre con ello.
Álvaro acabó de vestirse y cogió sus cosas. Llevaba una bolsa de cuero enorme para la ropa en una mano, y en la otra sujetaba el maletín con el portátil. Sofía le acompañó hasta la puerta, se dejó besar en la sien como estaba previsto y al despedirse sonrió con sinceridad por primera vez desde que se había despertado.
-          Te llamaré en cuanto llegue.
Ella echó el cerrojo, volvió a la cama y encendió el televisor, pero a aquellas horas no hacían nada a lo que mereciese la pena prestar atención. De todos modos la dejó de fondo para llenar el vacío que había dejado Álvaro al cerrar. Le vino a la mente la noche anterior, la locura que sus amigas y ella habían pretendido cometer y cómo había acabado el asunto, volviendo a casa como si nada, después de haber conocido a un fantasma poeta entomólogo sanador y quién sabe cuántas cosas más que había resultado ser el primo de Amaya. Y la cara de tonta de Ruth. El mal humor aumentó sin avisar y se descubrió apretando los dientes hasta hacerse daño. Le había molestado en su momento y le molestaba ahora. Que la herida y por tanto la paciente hubiera sido Ruth, que él fuera tan atractivo y que ella se hubiera dado cuenta. Que hubiera acaparado la atención del chico. Y aquel comentario estúpido que no había conseguido contener. No se lo explicaba, de ningún modo. A ella nunca le gustaron los críos como aquel, con esos aires que se daban, entre místicos e intelectuales. Ni siquiera en el instituto. Sofía era más de hombres normales, con trabajos normales y vidas normales, humildes y familiares, siempre mayores que ella. Además, ella ya tenía su hombre normal, le amaba y se iba a casar con él. Y sin embargo cuando vio a Víctor allí plantado, con ese peinado antiguo y esa aparente timidez que no le duró más de unos minutos, se le hizo una pelota de algo gelatinoso en el estómago. Y cada vez que él abría la boca la superficie de la pelota temblaba como un flan y le provocaba escalofríos.
Dieron las ocho y ella seguía entre las sábanas, preguntándose a qué demonios venía esa actitud de adolescente confundida. Recuperó la taza vacía y la rellenó con café.  Se había enfriado, pero no lo suficiente, y ahora era un mejunje oscuro y empalagoso, templado, que daba angustia sólo con verlo. Sacó un par de cubitos de hielo del congelador y los echó dentro del brebaje con la esperanza de no terminar la mañana vomitando hasta la primera papilla. Un vago recuerdo de un domingo de resaca con las chicas la hizo sonreír. Aquel fin de semana desfasaron más de lo que debían y acabaron amaneciendo las tres (faltaba Ruth, a quien todavía no conocían) en casa de Amaya, que además de refugio antidepresivo era refugio post-borracheras. Todas habían bebido más de la cuenta y todas se encontraban fatal cuando sonó el despertador que Amaya había olvidado desconectar. También era verano en esa ocasión, y en aquella casa siempre había una cafetera llena. La sirvieron sin calentar y Adela lo puso tras el segundo trago. Primero escupió voluntariamente el café, y la cena de la noche anterior fue detrás. Su ropa, el suelo, la silla en la que se había dejado caer… A ella le entró la risa y Amaya ejerció de madre. La ayudó a limpiarse, recogió todo y la devolvió a la cama mientras Sofía se sujetaba el estómago, sin parar de reír. La anfitriona, por el contrario, le preparó una infusión y la obligó a tomarla antes de dejarla dormir un poco más. Para obligar a Adela a hacer algo tenías que tener mucho valor o ser Amaya. Era la única que podía domarla, sólo hacía falta una mirada directa y Adela comprendía, Adela acataba (casi siempre). A la inversa sucedía más o menos lo mismo, pero no era tan espectacular porque Amaya no parecía estar hecha de hierro forjado. Entre ellas había un vínculo especial que Sofía envidiaba desde que el mundo era mundo. Jamás había participado de él, no había tenido una relación como la que había entre ellas, ni con sus amigas ni con nadie. Parecían horneadas de formas distintas pero hechas de la misma masa, lo sabían y habían aprendido a aprovecharlo. Adela y Amaya se tenían la una a la otra indistintamente de qué ocurriera sobre la faz de la Tierra. Ella dudaba si tenía a alguien de ese modo incondicional. Observó unos segundos el contenido del vaso, ya helado, y se lo bebió de un trago antes de meterse a la ducha.
Su madre apareció pasadas las nueve, cumpliendo con la previsión de Sofía de que llegaría a su cita antes de la hora acordada. Ella todavía llevaba el pelo húmedo, pero ya estaba casi lista: se había enfundado unos pantalones cortos y una camiseta básica, de tirantes. Poco importaba la ropa que llevase, se la iban a hacer quitar de todas formas. Como había procurado mantenerse ocupada para no dar más vueltas al asunto de la noche anterior, la casa estaba recogida e incluso había limpiado un poco, pero a ojos de su madre nunca era suficiente.
-          ¿Nos vamos? –la saludó desde el rellano.
-          Hemos quedado allí dentro de casi dos horas, mamá.
La hizo pasar a casa y preparó más café. Habría preferido que alguien más las acompañase para no tener que pasar por aquello de nuevo. Se ponía terriblemente pesada cuando estaban a solas. Sin embargo, pensó, Adela no la habría acompañado, y Amaya estaba liada con el asunto de su primo. Ni se le pasó por la cabeza llamar a Ruth.
-          ¿Piensas ir así vestida?
Ya empezaba.
-          Mamá, hace calor, ¿prefieres que llegue sudando?
Discutieron durante un par de minutos y luego cambiaron de tema. Si empezaban el día peleándose la jornada se haría eterna, y ambas lo sabían. Después de tomarse el café, tan sólo habían pasado treinta minutos, y aun así, Teresa consiguió sacarla del piso y encaminarse hacia la tienda.
Cuando llegaron tuvieron que aguardar un poco. Como era de esperar, todavía no lo tenían preparado, pero Gema hizo lo posible por atenderlas cuanto antes. En cuanto pudo ayudó a Sofía a vestirse y sujetó los bajos para que al subir a la tarima no se estropeasen.
El vestido era maravilloso, parecía sacado de una película. Las líneas eran sencillas pero se le ajustaban al cuerpo perfectamente. El escote, palabra de honor, le recogía el pecho y lo realzaba sin llegar a ser provocativo, y justo debajo una franja de pedrería oscura delimitaba la parte alta de la cintura. El resto caía sin grandes ademanes, y carecía de una cola descomunal y pesada, como tantos otros vestidos. Antes de aquel ella ya había escogido su vestido, completamente diferente. El nuevo estaba en el escaparate de la tienda de al lado, y su madre se empeñó en que debía probárselo antes de decidirse. Pidieron disculpas y se trasladaron, la hija enfadada y la madre radiante. Gema las atendió desde el primer momento, la ayudó a cambiarse y en cuanto se vio en el espejo se convenció: aquel era su vestido, se casaría con él.
Sin embargo ahora, subida allí mientras Gema y su ayudante retocaban el contorno de la cintura –había adelgazado un poco por los nervios y le quedaba holgado- y escuchando a su madre recordarle en voz alta que si no fuera por ella se habría casado con aquel horrible atuendo que parecía un saco viejo en comparación con aquel, se miraba al espejo y dudaba. El vestido seguía siendo el mismo y era precioso, por supuesto, pero había algo que le revolvía el estómago. Aquella gelatina que Víctor había metido a presión continuaba molestándola y su reflejo, la imagen de ella misma vestida de novia, se le antojaba irreal y transitoria. La verdad la abofeteó con fuerza y sin previo aviso, como una tormenta repentina en mitad del verano. Se iba a casar. Y entonces sería irreversible. De niña soñaba con ese momento, con los preparativos, las flores y los menús, incluso, aun sin poner rostro al hombre que la acompañaría el resto de su vida. Se recreaba imaginándose bajando unas escaleras larguísimas y era la mujer más bella del mundo, y el que fuera su marido la estaría esperando abajo para llevarla de la mano. Y todo sería felicidad y luces de colores en medio de la noche. Aquella mañana se acordaba y le daban ganas de gritar que era una estupidez. La mujer a la que veía en aquel espejo gigante no era ella, no era la niña deseosa de una boda por todo lo alto, sino una chica a la que no le importaba que su futuro esposo se marchara de viaje de trabajo cada tres días. Se miraba y no reconocía nada suyo en el cristal. De pronto la imagen se volvió amenazante y tuvo que dejar de hacerlo. Comenzó a tener problemas para respirar y Gema se dio cuenta.
-          ¿Estás bien?
Sofía negó con la cabeza y se bajó del escalón, apartándose de ellas. Cerró los ojos y se concentró: no quería ponerse a gritar como una novia histérica a punto de dar marcha atrás y decidir, un mes antes de la boda, que no quería casarse, y mucho menos delante de su madre. Podría pedirles que le quitaran los alfileres, desprenderse del vestido y salir corriendo. De hecho, era lo único que quería hacer en ese momento. Salir corriendo y no parar hasta que le sangrasen las plantas de los pies descalzos; desaparecer, pero no lo hizo. Improvisó una sonrisa y se disculpó:
-          Sólo me he mareado un poco. He tomado demasiado café.
En ese momento habría jurado que no había dicho una mentira tan grande en toda su vida.

miércoles, 24 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XIV)


 POR VÍCTOR FERNÁNDEZ MOLINA


Marcos y Víctor volvieron a salir al portal que daba a la calle para, una vez más, observar cómo su destino se escapaba con todas las respuestas.

-¿Fumas todavía? –le preguntó Víctor a su amigo.

-Solo cuando mi mujer no mira. –dijo muy seriamente, como si en sus palabras hubiera una sentencia de muerte que es ahogada por una rebelión interna.
Marcos sacó su paquete de tabaco escondido dentro del calzoncillo y le ofreció un cigarro. Víctor dudó. Meterse en la boca algo que había estado en contacto con el escroto de su amigo era algo que iba contra sus principios, pero estaba nervioso y se lo aceptó. Se fueron a un banco cercano al Mercado central. Estaba lleno de excrementos de pájaros pero con un poco de maña se pudieron sentar sin llenarse la ropa de manchas blancas y marrones. Allí se quedaron durante un tiempo. Mirando el soleado día en la ciudad de los edificios horribles, observando el ir y venir de la gente, cruzando alguna palabra de vez en cuando, pero sin intención de iniciar una conversación. Marcos sólo pensaba en el futuro, en lo que le esperaba al llegar a casa después de solventar el problema de su amigo. Las peleas iban en aumento día a día, y ella cada vez era más dominante. Apenas era capaz de recordar aquellos días en los que él había tenido voz y voto en su propia casa.

Víctor, por el contrario, pensaba en el pasado, en los meses posteriores a aquella noche en la feria.  Nadia había sido su bote salvavidas. Después de aquel día comenzaron a salir en la misma pandilla de amigos. Todos iban a la misma universidad, pero estudiaban carreras muy diferentes: historia, filología, empresariales, enfermería… Nadia estudiaba psicología. Era una nueva broma del destino. Desde el principio Víctor se sintió terriblemente atraído por ella. Su pelo, sus ojos, sus labios y su olor eran una constante provocación a los sentidos del muchacho que, a pesar de todo, no había salido del cascarón.  Nadia era la llave para comenzar una nueva vida, pero ella sólo le veía como un buen amigo, nada más. En realidad, ella no quería atarse a nadie. Era una mujer libre, escrito con mayúsculas, y deseaba seguir siéndolo de por vida. Las eternas noches de borracheras comenzaron a surgir en los meses posteriores. Víctor, día a día fue olvidando todos sus miedos, sus fobias y sus preocupaciones. Por primera vez en mucho tiempo todos sus objetivos se centraban en un solo punto: ser feliz. Pero aquella felicidad estaba anclada irremediablemente a una mujer que le trataba como si fuera su mascota.

-¿Sabes quien puede tener una habitación libre en su casa? – dijo súbitamente Marcos sacando a Víctor de su obnubilación.

-A ser posible gratis, Marquitos. Que estoy sin blanca. –respondió Víctor entrecerrando los ojos.

-Tenemos que ir a ver a Toni el del tanga azul. –dijo finalmente Marcos.

A Toni, o Toño como le llamaban algunos cuando querían hacerle rabiar, le habían puesto el sobrenombre de “el del tanga azul” para diferenciarlo de Toni “el pitufo”, otro amigo en común que salió del grupo que le presentó Nadia. Era una caterva de lo más variopinta la que la acompañaba siempre. Unos amigos de distintos orígenes y con distintas personalidades, pero con un único denominador común: conseguir tirarse algún día a Nadia. Víctor en realidad no había sido una excepción a la regla, y Marcos en un principio tampoco. Ella no era la única chica del grupo, pero sin lugar a dudas era la que más triunfaba. El problema era que ella sabía diferenciar muy bien entre amistad y amor. O al menos eso creía ella.

El paseo hasta la casa de Toni el del tanga azul era largo pero lleno de curiosidades por las que hacer un alto en el camino. Las tiendas chinas inundaban las calles del centro con sus aparatejos y sus telas de baja calidad. Junto a ellas siempre había un kebab o tal vez una cafetería llena de clientela masculina, velluda y anciana que miraba con recelo todo lo que ocurría a su alrededor. Víctor ya conocía esas calles, pero no paraba de sorprenderse de la cantidad de bares que proliferaban en Alicante. Parecía que aquí, si no se bebe no se podía vender nada. Incluso pasaron por una tienda de instrumentos que él recordaba desde hacía mucho tiempo, y en su lugar habían puesto un pub irlandés. Era, ciertamente, una ciudad de borrachos y finos.

La calle maestro Gaztambide estaba en cuesta. Subir aquella calle era una tarea bastante dificultosa. A mitad de camino, ambos ya estaban sudando como dos enclenques en un gimnasio. Poco a poco se iban desinflando. La inclinación de aquella calle maloliente era superior a la normal; casi parecía que llegaría un punto donde sería totalmente vertical. Pero la recompensa por subir aquel particular Everest podía ser su salvación, así que Víctor sacó las pocas fuerzas que le quedaban y continuó hasta llegar a su destino. Pararon delante de una tetería. Era un lugar curioso dentro del abanico de posibilidades hosteleras que se podían encontrar. Un sitio donde podías acostarte en una tarima enmoquetada y pedir un té o una infusión para relajarte. Justo enfrente, una incongruencia política se levantaba ante él. Un edificio antiguo donde había una placa conmemorativa de su construcción en los años sesenta albergaba la sede del partido comunista del país valencià. El problema era que en aquella placa estaba el símbolo de la falange. Era una de esas tonterías en las que sólo se fijaba Víctor, y no pudo aguantar esbozar una sonrisa que sólo servía para retroalimentar su propio ego.

Marcos se acercó al timbre de aquella contradicción edificada y tocó un botón negro a la altura del segundo piso.

-¿Quién es? – se oyó gritar desde arriba.

Los dos amigos alzaron la mirada al cielo, y allí en el balcón del segundo piso había un tipo moreno, flaco pero musculoso, sin camiseta y con una botella de litro de cerveza en la mano, posiblemente para tirársela a la cabeza de las visitas inoportunas.

-¡Toni! –gritó Víctor.

-¡Hostia, nene! ¡El Víctor y el Marcos! ¡Me cago en la puta! Pégale una patada a la puerta y subid –dijo Toni llevándose las manos a la cabeza y visiblemente contento.

Víctor hizo lo propio y de una patada suave abrió la puerta de aluminio que simulaba proteger ese bloque de viviendas. El portal, evidentemente, estaba destartalado. Había muchos azulejos rotos, los buzones estaban todos reventados literalmente y las paredes totalmente desconchadas por la humedad. En unos años, si nadie hacía nada para evitarlo podrían declarar perfectamente como ruinoso ese lugar y tirarlo para construir unos apartamentos de lujo: el otro gran negocio de esta ciudad.

Subieron las, de nuevo, empinadas escaleras y se encontraron en el rellano de la escalera a Toni “el del tanga azul” y a Mauro “el sucio” con los brazos abiertos.

-¡Me cago en la puta, Víctor! ¡Me cago en la gran puta! ¿Qué cojones haces aquí, pedazo de cabrón? –mientras decía esto se abrazaban con todas sus fuerzas y Toni le daba puñetazos dolorosos en la espalda a Víctor.- Pasad, joder, pasad. Vamos a tomarnos unas birras.

El piso era pequeño, sucio y desordenado. Una caja de cartón hacía las veces de soporte para una tele de plasma de cuarenta pulgadas conectada a una playstation, ambas de dudoso origen. El sofá parecía haber salido de un contenedor de basura por los descosidos y las manchas oscuras que lo poblaban. Por todas partes habían ceniceros con colillas de porros y una mesita de cristal con un montón de huellas centraban la estancia. Sin lugar a dudas, el balcón era la mejor parte de la casa. Era una especie de antítesis del de su prima Amaya, tan arreglado y modernista, este en cambio parecía un estercolero. La única flor que había era una maceta con una radiante planta de marihuana que Toni se encargaba de mimar todos los días para que creciera fuerte y como él decía “picante”. Cuanto más “picante” era la planta, más risa hacía.

Se sentaron en el infecto sofá los cuatro con una cerveza fría en la mano. Toni automáticamente sacó el papel de fumar y se lió en unos segundos un porro sin mirar. Era un artista cannábico.

-¿Qué hay de vuestras vidas, hijos de puta? –cambió de registro para adaptarse a la nueva situación.

-Puffff. –Toni se llevó las manos a la cabeza- Una movida, tío. Resulta que a la pava se le fue la chola y me tiró de casa la muy guarra, todo porque me pilló con dos cerdas en el sobre y decía que no le molaba mi rollo.

Víctor trato de hacer el mayor esfuerzo de su vida para comprender lo que decía su amigo. Había olvidado lo difícil que era tener una conversación normal con Toni el del tanga azul. En realidad siempre le había sorprendido cómo una persona como él había llegado a matricularse en una carrera, si ni tan siquiera era capaz de hablar como si no estuviera tarado. Comprendía lo de “la pava”, “la chola” y “lo del rollo”, pero lo de “dos cerdas en el sobre” era demasiado con él.

-Vaya tela, colega –dijo finalmente Víctor para que todos pensaran que seguía la conversación perfectamente mientras Toni le pasaba el porro candente para darle un par de caladas. El sabor era fuerte. Era de los picantes. Era demasiado humo para una sola mañana, pero tendía que pasar por aquello para salirse con la suya. Casi se atraganta, e incluso notó una baja de tensión inmediata, pero nada que no pudiera controlar por el momento. – Pues a mí me ha pasado algo igual. Mi prima me ha largado de su casa, y necesito un sitio porque me quedo por aquí unos meses.
-¡Hostia! ¿Necesitas una choza? ¡Quédate con nosotros! ¡Aquí tienes tu casa! –interrumpió Mauro “el sucio” dándose golpes en el pecho para reafirmar que aquello que decía lo decía de corazón

-Pero tíos, estoy sin un puto duro. No puedo pagar alquiler. –se apresuró a aclarar Víctor.

-¡No te preocupes! –dijo riendo Toni- ¡Nosotros tampoco, colega!

Todos rieron a carcajadas. Incluso Marcos que se había quedado encajado con cara de poker entre Mauro y Víctor.  En realidad, Marcos echaba de menos aquellos días en los que tenía cierta libertad para ir con sus amigos. Odiaba las resacas y las borracheras continuas del ritmo de vida que llevaba la pandilla, pero le encantaba reír, algo que hacía tiempo que no sucedía.

-Vamos a hacernos unas lonchas para celebrarlo –dijo Mauro sacando una pequeña bolsita blanca con un alambre.- esta farlopa es la hostia.

-¡Hazlas gordicas esta vez, copón! Pero saca el espejo de los invitados, ¡coño! Que te lo tengo que decir todo. –le gritó Toni.

Mauro fue a su habitación y sacó un cuadro de espejo con una imagen de Jesucristo crucificado. Lo puso sobre la mesa de cristal y comenzó a hacer las rayas alrededor del cuerpo de la desafortunada figura. Eran unas rayas consistentes, de unos 50 milímetros de grosor. El polvo blanco se quedaba pegado en la tarjeta de crédito de una tal Adela. Víctor pensó por un momento en la amiga borde de su prima.

-Joder ¿No os da palo hacerlo ahí? –preguntó Marcos sorprendido al ver tal escena

-¡Que va, tío! Si de tanto olerle el sobaco ya somos colegas y todo – volvió a reír a carcajadas Toni, que a pesar de todo, pensaba que aquello era cierto –No, en serio. Cristo te ama colega. Prefiero meterme una loncha con él, como un amigo más, que no a escondidas como si no le quisiera.

-¡Cristo es la polla! – soltó de repente Mauro que estaba concentrado haciendo delineación narcótica en el espejo sagrado.

Marcos miró a Víctor, que sonreía como un bobo sonríe delante de la televisión. Le daba igual las implicaciones morales que allí estaban ocurriendo. Estaba con sus amigos, tenía un techo donde dormir y posiblemente lo que le quedara de estancia en Alicante la pasaría anestesiado por las drogas y el alcohol. En cierta manera, era a lo que estaba acostumbrado. Él y Nadia solían irse con todo el grupo de bar en bar, de discoteca en discoteca hasta que su cuerpo no podía más. Era un salto mortal al vacío de la intoxicación que no podía dejar de hacer. Ella le arrastraba. Cuando estaban solos, totalmente etílicos, se contaban secretos, vivencias, sentimientos. Ella sabía que Víctor estaba totalmente enamorado de ella, y sabía que ese amor no era algo pasajero. Nadia sabía que en sus manos estaban todos los sentimientos de aquel pobre chaval. Su vida entera él le habría dado. Pero ella prefería tenerlo como un buen amigo, como un confidente de sus aventuras sexuales. En realidad se complementaban, ella la dominatriz y él el dominado. Hasta que una noche todo cambió, una terrible noche que destrozó todos los planes de Nadia, toda la estabilidad de su vida de libertad, cuando Víctor no pudo más y se presentó en su casa llorando y con un cuchillo en la mano.

martes, 23 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XIII)

POR CONNIE MARCHANTE

Adela llevaba más de veinte minutos dando vueltas por las mismas calles, viendo pasar los mismos escaparates una y otra vez, arropada por el volante de su coche, al que seguía aferrada como un gato asustado sin apenas percatarse de ello. No quería volver a casa, a pesar de que el reloj le anunciara que pasaban las tres de la mañana de aquella ilógica noche de jueves. Aquel piso de alquiler no le resultaba un hogar al cual poder volver y sentirse en paz consigo misma. Lamentablemente, no había conseguido sacarse esa sensación de estar de prestado en cualquier parte, ni siquiera allí, donde vivía sola. Conectó la radio y esperó a que sonara alguna buena canción, de esas que te reconfortan y te hacen olvidar todo un poco. Con suerte el locutor pensaría en la gente que anda deambulando perdida dentro de un coche, sin rumbo ni destino, y habría seleccionado una de esas canciones con mucho ruido, tanto que no se pudiera escuchar el que uno llevaba por dentro. El ruido. Se escuchaban los últimos segundos de una canción que no logró reconocer. De estilo indie, tal vez. No podía centrarse demasiado en aquel sonido que no le resultaba del todo familiar. Adela en aquellos momentos estaba toda hecha de ruido. De su propio ruido. Se tocó la mejilla con el dorso de la mano al notar la sensación de una lágrima. No se había dado cuenta de que desde que Ruth saliera del coche no había dejado de llorar. Habían sido lágrimas silenciosas, que habían pasado de puntillas por su rostro sin llegar a marchitarlo. Tampoco ellas habían querido romper aquel momento o, simplemente, tampoco habían podido combatir el ruido. No habían conseguido liberar a Adela de aquel peso que le oprimía el pecho. Siguió dando vueltas, esta vez acercándose a la zona de la Plaza de toros. Imposible parar ahí, mucho menos aparcar. Las voces se le amontonaban en la mente, como si todas quisieran expresar su malestar a la vez: Ruth, Amaya, Víctor, Jordi…  Sentía que la cabeza le iba a estallar cuando, de repente, los acordes de una canción conocida comenzaron a estrellarse contra las ventanillas de su peugot: Busco un lugar en esta ciudad, donde esconderme de la corriente que me lleva…
Aquella canción de Jarabe de palo siempre le había gustado, tal vez porque Adela siempre había buscado otro lugar donde pudiera dejarse arrastrar como la tierra por la lluvia torrencial, ser arrancada y transportada lejos sin poder decidir a dónde, sin poder saber cuándo pararía. Pero aquellas palabras no eran suficientes aquella noche. El ruido era mucho más fuerte. El ruido y la presión en el pecho, que la obligaba a respirar cada vez más profundamente, cada vez con más esfuerzos.

Río de lava que todo lo arrasa, floto en el  tedio, oscuro viaje hacia el Infierno... Busco ese lugar.

Ella también buscaba ese lugar. Necesitaba parar, llegar a alguna parte. No quería regresar a casa, no le apetecía encontrarse con su colchón vacío de noches y de cualquier esperanza. No quería reflejarse en el espejo de la entrada y comprobar que una vez más nadie la seguía. Que él no estaba. Sin embargo, dentro del coche –sobre todo dentro de la cabeza de Adela- parecía haber mucho más movimiento que fuera de él. Los cristales de los  escaparates, cerrados desde hacía horas, reflejaban cada vez menos transeúntes por las calles por las que ella circulaba.

Dime la verdad; poco me queda. Querría perderme, huir para siempre, echar a volar…

Entonces pensó en Clan Cabaret. Los jueves siempre había fiestas universitarias por todo Alicante y sería fácil que el local estuviera lleno de gente. En realidad, a ciertas horas se convertía en un antro donde podías encontrar a sujetos de todo tipo mientras escuchas rock, funk, drum'n'bass, house, electro o  hip hop. Era un buen lugar para perderse, después de todo. Tardó unos quince minutos más en poder aparcar su coche. Antes de salir de él, se miró por el espejo retrovisor recordando que había estado llorando. Comprobó que, efectivamente, tenía el maquillaje estropeado aunque de forma bastante sutil. “Te ha quedado una sombra muy de efecto fumé”, se habría burlado Amaya. Cada vez que se había maquillado un poco los ojos y lloraba le ocurría lo mismo. El perfilador de los ojos se le difuminaba un poco creando un efecto “ahumado” que, irónicamente, la favorecía muchísimo, contrastando con la palidez natural de su rostro. Adela poseía una belleza serena, de esas que se perciben solamente a través de los poros de la piel y que sin darte cuenta te van calando por dentro. Nadie hubiera negado en aquel momento que Adela era una mujer terriblemente hermosa. Ahuecó el cabello ondulado con sus manos y decidió que estaba lista para salir. Se había retocado lo justo para no parecer una cualquiera, teniendo en cuenta que en el bolso únicamente guardaba una máscara de pestañas y un brillo de labios. Rebuscando en el fondo, a ciegas, se había topado con el móvil y había pensado en llamar a Amaya.
Eran casi las cuatro de la mañana y no se sentía con ánimos para despertarla. Lo había hecho en muchas otras ocasiones, a horas intempestivas había cogido el teléfono y le había dicho “Estoy en este pub, ponte  guapa y vente. Ya sabes que no me gusta beber sola”. Pero aquella noche tenía motivos distintos para beber y no quería compartirlos con ella. Todavía no había logrado entender cómo se habían distanciado los últimos meses, ellas que se consideraban prácticamente como hermanas. Sus padres habían sido amigos íntimos desde que ellas tenían memoria y se habían criado juntas; habían compartido juegos, amores adolescentes, secretos inconfesables, amantes esporádicos. Todo. Estaban unidas por un delgado hilo transparente, invisible a todos los demás. Pero, inexplicablemente, Adela no le había contado la historia de Jordi.
Caminó un par de manzanas y cruzó por la zona de la Lonja. El Clan Cabaret estaba justo enfrente, esperándola. Tal y como había pensado, el local ya tenía al portero disponiendo de los que pretendían entrar, controlando que no se llenara más de la cuenta. No tuvo que pagar entrada como el resto de los que estaban formando una cola deforme, como todas las que se formaban en aquella cuidad, en aquel país. La dejaron pasar sin ningún problema, la conocían de sobra.
Caminó en línea recta hasta la barra. De fondo se escuchaba Maybe, de Janis Joplin. Se acercó al camarero de siempre y le pidió un gin tonic de Hayman’s 1820. Al igual que el precio del cubata, la botella estaba reservada a Amaya y a ella, lo cual las hacía sentir mucho mejor al beber aquel licor casi sagrado. “No hay nada como un buen gin-tonic”, le decía Amaya al oído en las noches que se habían tomado alguno que otro más de la cuenta.
Mientras el camarero cumplía con su parte aquella noche, ella miraba embelesada el vaso de tubo que le estaba destinado. Por un momento fugaz, Ruth se le cruzó por la mente, como en un suspiro liviano. Su imagen no le dolió en ningún momento; se sintió algo culpable por haberla sometido a sus confesiones. A sus historias sin sentido. La había obligado, de algún modo, a ser su cómplice callada y resignada.
Adela bebía rápido, sin alejarse demasiado de la barra. Era mucho más peligrosa cuando Amaya no estaba para vigilarla. Siempre había necesitado de alguien que la llevara de la mano. Ruth tenía razón: era la más frágil de todas. No tardaron en ofrecerle unas pastillas de éxtasis. Nunca se había drogado, aunque necesitaba tomar de vez en cuando tranquilizantes para dormir, lo cual también era una droga aunque legalizada en la farmacia. Decidió probar una, sólo por esa vez. Las canciones se iban turnando para acariciarle el cabello suelto que adornaba sus hombros desnudos; una melodía detrás de otra, para trasladarla poco a poco y con ayuda del alcohol, a un lugar en el que su ruido interior ya apenas se escuchaba. Apenas algunas imágenes del pasado luchaban por permanecer con ella durante esa madrugada extraña en la que comenzaba a sentirse algo desorientada.
Recordaba las tardes de infancia con Amaya. Se veía a sí misma junto a ella, sonrientes, difuminadas en un halo de luz blanca. Tal vez había comenzado a delirar un poco; tal vez aquel era su estado natural. Las risas acariciaron suavemente la piel de Adela, el recuerdo de unas niñas que no sabían nada del rencor ni de la vida. Que no sabían nada de la muerte ni de la soledad.
Recordaba la  tarde en casa de Sofía como si hubiera sucedido hacía un millón de años. Sus palabras de desaliento, de enfado. La idea de quedarse sin trabajo, de tener que volver sin dinero ni suerte a casa de su madre, a vivir bajo sus normas como cuando era una niña. Sin embargo, la idea de suicidarse ahora le parecía una estupidez. ¿Quién era ella para decidir sobre el destino de sus amigas? ¿Quién para empujarlas al vacío? Se sintió contenta porque al final cada una estuviera a salvo, en sus casas, lejos de ella. Llegó a la rara convicción de que en aquellos momentos cada una de sus compañeras estaría celebrando su lejanía. Que se hubiera marchado sola. Se sintió feliz y comenzó a reírse estúpidamente, como el que recuerda una maldad o una broma recién pertrechada; quiso brindar por ella y su desgracia pero se le había acabado de nuevo el gin-tonic. Era el cuarto de la noche. Pidió el “último” al camarero, que ya le recomendaba suavemente dejar de beber.
Con los ritmos de “Found a lover”, de Panacea Adela se dejó arrastrar dócilmente a la pista. No tardaron en llegar jóvenes que querían bailar con ella y algo más. Uno de ellos, un chico alto y moreno, se le acercó por detrás, rodeándole la cintura con sus manos. Adela se sentía fuera de sí, lejos de cualquier problema, fuera del tiempo y el espacio. Se dejaba hacer mientras cerraba los ojos y percibía el perfume masculino de su pareja de baile casual.
Las manos recorrían su cuerpo tímidamente al principio, pero pronto tomaron la confianza suficiente para guiarla y obligarla a caminar poco a poco. La estaba llevando a los baños del local.
Por un momento, Adela se dio cuenta de lo que iba a suceder. Era todo tan sencillo que le pareció hasta natural. No sabía qué hora era, pero seguro que pasaban de las cinco de la mañana. Los que permanecían en la discoteca estaban más que pasados de todo, pero ella sólo se había tomado una pastilla. La primera y la última, se decía en voz alta de vez en cuando, sin darse cuenta de que estaba hablando sola. Su acompañante no la escuchaba, no le interesaba lo que Adela pudiera contarle. Ni cómo se llamaba ni a qué se dedicaba. Hacía mucho tiempo que nadie preguntaba eso de “estudias o trabajas”. No importaba. De todos modos, lo de hablar sola lo hacía a menudo. Su enajenación, ese desapego emocional que la inundaba en momentos como aquel, no estaba provocado por la droga, formaba parte de su personalidad compleja y desconcertante. Y aunque sí era cierto que  había bebido demasiado, podía darse cuenta de que aquel tío quería culminar aquella noche con un bonito y húmedo recuerdo.
Entonces, justo cuando un pie se esforzaba por ponerse delante del otro sin tropezar, cuando apenas quedaban unos diez pasos para llegar a la puerta del baño, Adela pensó en Jordi. No hubiera querido hacerlo, pero su imagen se le metió entre costilla y costilla. Había conseguido romper el cerrojo que ya había malogrado Ruth dentro de su coche. Recordó las noches en una terraza en un lugar muy lejos de allí, un lugar donde nadie podía verles ni acusarles de nada con el dedo. Recordó las palabras y los abrazos… y no quiso continuar caminando.
-          Eh, tía, ¿qué te pasa? – Adela no había contado con el joven que seguía detrás de ella, empujándola con una dirección muy clara.
-          Déjame, -acertó a decir ella- no quiero liarme contigo. Me voy a casa.

El chico la agarró del brazo, haciendo ademán de intentar convencerla. La miró a los ojos por primera vez y ella le mantuvo la mirada. Impenetrable y oscura. No se dijeron nada. La soltó suavemente y le dijo de mala gana “Vale. Como quieras”. Se alejó mascullando palabras como “Vaya estrecha. Menuda calientapollas” o alguna cosa parecida. A Adela ni le sorprendió ni le molestó. De hecho, consideró bastante fácil el haberse desprendido de aquel lastre que se le había colgado de los hombros no sabía desde hacía cuánto tiempo. Entonces pensó que le hubiera resultado muy fácil tirárselo en el aseo. La hubiera empujado contra una de las paredes del baño de minusválidos, que era el más amplio y cómodo –también el más limpio-. Puede que la hubiera levantado cogiéndola de los muslos para hacerlo a horcajadas. Ella no hubiera hecho ruido,  se hubiera dejado hacer sin más, esperando a que el otro se corriera. Con suerte ella habría llegado al orgasmo también, quién sabe. Aquellas aventuras de discoteca solían ser muy poco satisfactorias para la mujer. Pero, en cualquier caso, hubiera resultado muy fácil y, por qué no decirlo, rápido.  Lo hubiera sido, de no aparecer por su mente y su pecho en el momento oportuno, como siempre, Jordi.
Salió del local. Un aire fresco de madrugada la invitó a sonreír aunque no se había sacudido del todo la imagen del hombre que tenía la culpa de todo. Así lo había reconocido ella en más de una ocasión. Jordi Valdés había sido el error más grande cometido en su vida. Cualquiera que conociera a Adela lo hubiera previsto, cualquiera salvo ella. Pintor, escultor, escritor, de genio brillante y exacto, lo tenía todo. Era un artista completo, y además muy bueno. De los que ya no existían. De los que se fabrican en los sueños renacentistas del pasado. Un nuevo da Vinci. Lo había conocido en el último instituto donde había trabajado por unos meses, apenas seis, cuando había ido a sustituir a una profesora que había pedido la baja por embarazo. Él era el profesor que impartía la maravillosa –para Adela- asignatura de literatura universal y habían tardado apenas unos días en conectar, en buscarse en los descansos, en los recreos. Se buscaban siempre con la mirada, con los gestos. Sin embargo, aquello no podía ser una historia que se pudiera contar ni que fuera a tener un final necesariamente feliz. No podían compartirlo, no podían expresarlo. Adela se había enamorado de él cuando ya le pertenecía a otra. Lo peor de todo es que él se lo había contado en una de aquellas citas bajo la luna, mientras su luz invadía la terraza que resguardaba sus secretos y sus encuentros. Ella lo sabía todo y lo había aceptado, sin renunciar a lo que él quisiera o pudiera darle.
Caminaba despacio en dirección al coche. Los pies le dolían tanto que aquel martirio había logrado despejar su cabeza. Volvía a pensar con claridad. A recordar con claridad. Le entró un ataque de responsabilidad y paró en una esquina para llamar a un taxi. Siempre llevaba el número grabado en el móvil para este tipo de desmadres inesperados. La teleoperadora le dijo que el vehículo tardaría unos cinco minutos en llegar. “Ojalá me hubiera entrado el conocimiento hace un par de horas”, bromeó consigo misma.
Se quedó sentada en un banco de hierro cercano al sitio donde había quedado para que la recogieran. Afortunadamente el taxi no tardaría y podría salir de allí. Podría volver a escapar, buscar otro lugar. Notaba cómo su piel reaccionaba al frío de la madrugada, aunque los termómetros no marcaban menos de 20 grados. No era el frío lo que erizaba su piel, sino el recuerdo del contacto con otra piel, todavía anhelada. No se explicaba cómo podía sentir todavía en su cuerpo el último abrazo que recibió de Jordi, la última noche que pudieron estar juntos, justo antes de despedirse con un simple “hasta luego”. Él no era de discursos elaborados ni engañosos, no daba falsas excusas ni mentía. Tampoco le aseguró que se volverían a ver, ni cuándo en el caso de que sucediera.
Amaya no sabía nada de todo esto; Adela no le había contado el secreto más importante y valioso de toda su vida. No sólo no sabía que se había liado con un hombre casado, sino que no le había confesado que por primera vez se había enamorado. De forma sincera e incondicional. Amor de verdad. Desde luego que su amiga le diría de todo, le gritaría lo fresca y estúpida que era. Que tenía todas las de perder, que lo único que lograría sería estar colgada de una llamada, pendiente de un mensaje. Dejar de vivir para ella misma y sufrir por un amor que en realidad no estaba correspondido. Pero no necesitaba escucharlo de Amaya, porque todo eso ya lo había comprendido Adela desde hacía poco más de dos meses. Justo cuando habían llegado las vacaciones de verano y él había regresado feliz a su casa, junto a su mujer y ella se había tenido que regresar sola a Alicante, a un piso de alquiler donde nadie estaba al otro lado de su colchón para consolarla. Ruth, su pobre niña agotada de cargar con aquel secreto lleno de dolor, que era más una daga sobre el cuello de la propia Adela, era la única que conocía los detalles de la relación. Era la única que tenía a Adela en sus manos.
Cuando llegó por fin el taxi, Adela se dejó todos aquellos recuerdos sentados en el mismo banco donde había estado ella apenas hacía unos segundos. Los dejó abandonados como quien abandona a un perro que ha crecido demasiado y no es compatible con las vacaciones de verano. Los abandonó siendo suyos, siendo responsable de ellos, siendo su creadora. Sabía que ellos no se quedarían ahí por siempre, que tarde o temprano la volverían a encontrar cuando menos lo pensara, cuando estuviera acurrucada en su rincón del sofá, indefensa ante ellos. Sabía que regresarían y, sin embargo, los dejó atrás. Lo hizo porque aquella noche, la noche en la que parecía haber comenzado algo que todavía no se había atrevido a analizar del todo, prefería dejar de ser ella. Quería dejar de pensar como ella, de sufrir como ella, de amar como ella y, sobre todo, de recordar como ella, durante las horas que le quedaran de sueño, que no eran ya muchas.

lunes, 22 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XII)

 POR CARMEN JUAN ROMERO

Cuando Ruth subió a casa no se oía nada. Era tarde, así que supuso que los niños estarían durmiendo hacía ya rato, y probablemente sus padres también. Tener vacaciones siendo padres de unos gemelos de siete años era casi peor que seguir trabajando. Lo sabía por experiencia. Ella adoraba a sus hermanos, claro, pero había una diferencia de edad que no podía obviar: había pasado doce veranos tranquilos a base de leer, leer muchísimo, de tumbarse en el suelo del salón, sobre una toalla, a la hora de la siesta y disfrutar de las excursiones a otros mundos durante las horas de más calor en absoluto silencio, si acaso roto de cuando en cuando por un leve ronquido de papá o el rasgado de las hojas viejas al pasar. Pero Carlos y Abraham nacieron haciendo ruido y morirían del mismo modo, eran incapaces de estar callados durante dos minutos seguidos. Eran pequeños, sí, y los niños pequeños son así por naturaleza, pero a veces podían con ella. Había intentado por todos los medios inculcarles el amor por la literatura, aunque por el momento no lo había conseguido. La única forma de tenerles quietecitos era montarles aquel teatro de marionetas de trapo que les había cosido durante el embarazo de su madre. Consiguió una caja grande de cartón y la transformó en un escenario fantástico que los bebés tardaron todavía un par de años en apreciar. Lo pasaron en grande, sin embargo, y aún lo hacían algunas veces. Le gustaba inventar historias para ellos, escenificarlas y poner voces extrañas a los personajes, hacerles reír hasta que acabaran retorciéndose de dolor o tosiendo por la fatiga. Entonces su madre les llamaba la atención, daba un alto y se acababa la función. Pero desde que empezó la universidad tenía menos tiempo y sobre todo menos paciencia con ellos. La alteraban con facilidad y además eran dos, y gemelos, lo que quiere decir que confabulaban contra ella la mayoría del tiempo. Entrar al piso sabiendo que ya estaban metidos en la cama, y lo más importante, dormidos, era un alivio para ella.

Comprobó que estaba en lo cierto y pasó a su cuarto sin saludar a sus padres. Últimamente las cosas en casa no iban del todo bien, y cierta tensión colgaba a dos centímetros del techo, lista para abalanzarse sobre ellos al menor descuido. Y además, después de lo ocurrido con Adela no estaba de humor para aguantar tonterías. Se arrepentía de lo que había dicho dentro del coche. No, se arrepentía de cómo lo había dicho. Ruth vivía midiendo sus palabras, incluso más cuando se trataba de Adela. Callaba y callaba, guardaba la cólera ocasional que le producían ciertas situaciones. Tenía una especie de papelera de reciclaje entre las costillas, y allí echaba todo cuanto no podía decir. Pero aunque usara bolsas de tamaño industrial para echar la basura, al final tenía que rebosar, y Víctor sólo había sido el último papel, lanzado desde demasiado lejos en un burdo intento por acertar una canasta, un papel que había caído fuera y había desequilibrado todo lo anterior. Ruth había estallado así un par de veces antes de aquella, pero nunca con Adela ni con su grupo de amigas, sino en casa. Pagaba el pato quien menos lo merecía, esas cosas suelen pasar. La primera vez fue el fin de semana anterior a la selectividad. No tenía por qué preocuparse, la nota de corte para entrar a su carrera era ridículamente baja, incluso le daba un poco de vergüenza que fuera a resultar tan fácil, pero quería hacerlo bien y estaba preparando sus exámenes a conciencia. Su madre opinaba que necesitaba descansar, separar las pupilas de los apuntes y respirar un aire que no fuera aquel de su cuarto, revenido ya tras tantas horas de estudio, por lo que decidió que marcharían al pueblo el domingo, todos juntos, para ver a la familia. Sólo sería ir, comer allí y volver, le dijo, pero Ruth se puso furiosa. Los nervios, el cansancio y la sola idea de que nadie pensara en lo importante que era para ella obtener un buen resultado la hicieron rebentar como un globo de agua que ha pasado demasiado tiempo al sol. Pum. Y el pasillo quedó salpicado de gritos y de “tú no tienes ni idea de lo que me conviene” y de frases injustas que no quería pronunciar y que no pudo contener. Los niños se asustaron, Abraham se echó a llorar y Carlos no quiso ser menos. Siempre lloraban a dúo. Su madre dio un portazo, su padre telefoneó a los abuelos y les dijo que no podían ir porque se les había averiado el coche. Después de todo lo que escupieron sus labios Ruth no pudo pedir perdón, por culpable que se sintiera. Tampoco hizo falta, pero eso no la hacía sentir mejor. No recordaba cómo fue la segunda ocasión, y casi mejor que siguiera siendo así. A pesar de todo, le dolía millones de veces más haber hablado de aquel modo a su amiga. Pensó en llamarla por teléfono, en enviarle un sms o escribirle un correo electrónico, y sin embargo no lo hizo. Ya le había pedido disculpas, y Adela le había acariciado la mejilla al despedirse. Sabía que aquello no significaba que la escenita se hubiera borrado de su memoria, ni mucho menos, pero sí que había comprendido lo que había querido decir con todo aquello, y probablemente también le estaba dando la razón, aunque jamás fuera a admitirlo.

Cuando Adela apareció en su vida ya había cursado un frustrante primero de carrera y al llegar la tercera semana de septiembre y comenzar la rutina de las clases pensó que no sobreviviría otros cuatro años como aquel. Le habían estropeado las mejores asignaturas con profesores incompetentes que se subían a la tarima esperando ser escuchados por eruditos en la materia, personajes extravagantes que no pretendían enseñar, que ni siquiera querían estar allí pero cobraban un suculento sueldo por pisar las aulas unas cuantas horas a la semana. Al hacer la matrícula de segundo cruzó los dedos para que al menos Literatura Española se salvara de la quema de apuntes al llegar julio. Alguien ahí arriba escuchó sus plegarias: un hombre de apariencia cuanto menos poética cruzó la puerta con un “buenas tardes” que aplastó cualquier comentario insulso que revolotease todavía en el aire. Tenía una voz increíble, como de antiguo locutor de radio, y recitaba de memoria a Gil de Biedma con una soltura apabullante. La barba y las gafas redondas le hacían parecer una fotografía en blanco y negro, pero hablaba de las letras de la posguerra con auténtico fervor. El día que se despidió de ellos, a final de cuatrimestre, Ruth estuvo a punto de echarse a llorar y suplicarle que no se marchara. Les comunicó que durante el segundo cuatrimestre la asignatura sería impartida por una joven de su confianza y los alumnos temieron lo peor. Quizá una niñita mimada, los ojitos lindos del catedrático, se plantaría allí a soltarles un par de charlas sobre lo guay que era leer y aquellas estupideces que ellos no estaban dispuestos a escuchar, y mucho menos después de haber tenido el placer de escuchar a su predecesor. Y entonces llegó Adela. Adela con su juventud a cuestas -en comparación con el que había sido su propio maestro no era más que una cría con el título recién salido del horno- y su entusiasmo y sus ganas de hacer las cosas bien. Y con una sonrisa encantadora pintada en los labios en un color que además le favorecía. Se podía oler su pasión por la materia a la legua y Ruth se dio cuenta en cuanto entró al aula. No había tenido una profesora como ella desde el instituto, cuando Asunción le hablaba, casualmente, de Bécquer. Sonrió sin poder evitarlo al recordar aquellos tiempos que parecían tan lejanos ahora, cuando pasaba las tres primeras horas de los miércoles mordiéndose las uñas, a la espera de esas clases en las que cruzaban miradas cómplices entre los pupitres de conglomerado verde. Fue, sin duda, lo mejor de la secundaria. Le gustaba conversar con Asunción, ella siempre sabía qué lecturas recomendar y le brillaban los ojos al ver que todavía quedaban personas interesadas ya no en la literatura del siglo XIX sino de la literatura a secas. Ruth le confesó -y era la primera vez que se lo contaba a alguien- que quería escribir sus propias historias, y ella se ofreció a leer y corregir como si aquella afición se tratara de algo realmente importante. Ruth estaría agradecida por ello eternamente, pero con Adela fue distinto. Ella sabía que en la universidad la relación profesor-alumno era muy susceptible a cambios, y la vio tan brillante y a la vez tan virgen en lo que se refiere a las ambiciones de los académicos frustrados que había conocido hasta el momento, que quiso abrirle paso. Sustituir a Prieto de Paula y que sus alumnos lo acepten es una ardua tarea, y Adela lo hizo lo mejor que supo, pero a pesar del esfuerzo, no logró conquistar a todos como había hecho con Ruth desde el primer día. 

Ruth no cruzó la línea hasta que las actas estuvieron cerradas. Entonces le escribió largo y tendido, sin ser consciente de que aquel correo era un bote salvavidas que la iba a recoger en medio de una tormenta. Como agradecimiento por el rescate, Adela la acogió entre su reducido grupo de amistades. Sabía perfectamente que eran muy diferentes, pero había demasiadas cosas en Ruth que le recordaban a ella con no tantos años menos, y pensó que quizá si la protegía, si evitaba que tropezara con las piedras que la hicieron caer a ella, si lograba que esquivase todo aquel dolor que había tenido que soportar, estaría restableciendo el equilibrio y tal vez recuperando un poco de sí misma a través de su alumna. Ruth sabía cosas que no había contado a nadie, había escuchado anécdotas que hubieran escandalizado a cualquiera sin inmutarse, limitándose a asentir y a abrazar en los momentos oportunos. Se había comido con patatas la historia de Jordi sin juzgar qué estaba mal o quién estaba equivocado, porque aunque le hubiera costado expresarlo al principio, quería a Adela con la mitad de su alma y necesitaba estar a su lado también en las situaciones difíciles. Y Jordi no había sido más que eso, una situación difícil y larga, tanto que se estiraba hasta hoy y su nombre seguía escociendo en los párpados de Adela. Acababa de comprobarlo.

- Me he pasado -murmuró Ruth, hablando sola en su habitación-, y mucho. Jamás creyó que pudiera ser tan dura con Adela como llegaba a suceder en ocasiones a la inversa, pero aquella noche había perdido el control, sobrepasado los límites; la había partido en pedazos pequeños e irregulares, e iba a tardar mucho en reconstruirla. Y eso si no se había perdido ninguna pieza en la explosión.

Trató de relajarse. Nunca dormía bien, pero en verano la hora de meterse en la cama era, paradójicamente, una pesadilla. Podía pasarse las noches enteras dando vueltas sobre el colchón intentando conciliar un sueño que no llegaba. Detestaba los meses de calor, prefería con diferencia las estaciones de frío, cuando podía acurrucarse en una esquina, bien aferrada a las mantas. Lo único bueno que encontraba en el verano eran los helados, y podía comerlos también el resto del año, así que poco le importaba. Si seguía dándole vueltas a aquella discusión con Adela, el amanecer la encontraría despierta y el día siguiente sería peor, porque además estaría agotada. Se quitó el vestido y se tumbó sobre la cama en ropa interior. Con los ojos cerrados e intentando dejar la mente en blanco, se llevó la mano derecha al abdomen y comenzó a acariciarse con la punta de los dedos, primero arriba y abajo, rozando las cosquillas pero sin alcanzarlas. Se rodeó el ombligo y dibujó el contorno del elástico de sus bragas, recorriendo también la parte interior de los muslos con la palma. Hacía aquello con frecuencia, pero sin ninguna connotación viciosa. No podía decirse que Ruth fuera adicta al sexo, porque, de hecho, no lo era. Se lo tomaba como la única forma completamente eficaz de relajar el cuerpo en su totalidad y eliminar cualquier pensamiento que cruzara su mente, como una vía de escape. Sin nada ni nadie flotando en su cabeza. No precisaba la imagen de un hombre atractivo al que imaginar sobre ella, ni tampoco la de una mujer. Era sencillo: ella se procuraba placer sin necesitar a nadie más que a ella, sin vincular su piel a otra y sin la obscenidad que parecen cargar las relaciones carnales. Solía hacerlo escuchando a Mahler por una extraña costumbre que adquirió en los comienzos, cuando apenas empezaba a descubrirse. Se ponía los auriculares y subía al máximo la voz del reproductor. Mahler era uno de sus compositores favoritos, le inspiraba una fuerza, una potencia emocional que, comparada con la de Beethoven, se le antojaba mucho menos artificiosa, aunque sabía que no era así. Beethoven, el indiscutible padre del romanticismo musical -depresivo crónico, víctima de su propia necesidad de sufrimiento contínuo, anhelante de la llegada del final de sus días-, había quebrado todas las leyes establecidas para abrir las puertas a una corriente nueva y egocéntrica; se había arrancado el alma con los dedos y la había escrito sobre papel pautado para que la Humanidad fuera consciente de su desgracia. Sin embargo, el Mahler del último periodo, el Mahler enfrentado a la muerte, había compuesto su música para despedirse de la vida. Su única carrera contra el reloj biológico había sido no numerar La canción de la Tierra en un intento por escapar de la maldición de la novena sinfonía que había fulminado a compañeros como Schubert o Bruckner. Se dejó llevar, y eso hacía Ruth con las manos en su sexo, dejarse llevar hacia un final inevitable para quedar agotada, sin fuerzas siquiera para pensar. Pero esa noche no se detuvo a buscar los auriculares ni el CD de la Novena. Quería llenarse del pastoso vacío que produce el cansancio en verano, acabar y dormir. Cuando despertara ya pensaría en cómo disculparse con Adela. O no.

Con los dedos de una mano entre las piernas y los de la otra entre los dientes, aumentó el ritmo de sus movimientos. En otra ocasión se habría recreado, habría jugado con el tiempo, estirándolo y encogiéndolo, alargando el camino hacia el orgasmo. Habría tensado los músculos hasta un milímetro antes del límite y habría vuelto al principio. Hoy todo era distinto, y se dio cuenta. Intentó terminar cuanto antes, pero justo cuando su respiración era más agitada, al borde del precipicio por el que ansiaba lanzarse de cabeza, un par de ojos verdes se cruzaron por su mente y la obligaron a detenerse en seco. Tardó unos minutos en asociarlos a alguien, puesto que al principio, después del susto inicial -Ruth se follaba a sí misma, nadie había entrado jamás en su pensamiento mientras lo hacía-, no comprendía qué había ocurrido. Se enfadó. Había visto aquella mirada un rato antes, en casa de Amaya. Eran los ojos de su primo, a quien ella había negado rotundamente en el coche. ¿Por qué tenía que ser precisamente él, el origen de su discusión con Adela, quien se presentase sin avisar en su cabeza? Podría haber sido cualquiera, por la facultad paseaban chicos dignos de un segundo vistazo a todas horas, además de algún que otro profesor. Podría haber imaginado a algún actor argentino, con perilla y la piel tostada, pero no. Ella no se sentía atraída por Víctor, o mejor dicho, ahora ya no quería sentirse atraída por él, y menos después de los comentarios que habían hecho sus amigas, dando a entender que tenía que ocurrir, como si fuese un hecho, sin preguntar siquiera. Se acordó de lo que había ocurrido en la terraza, del tacto de las manos del chico sobre su piel, y un escalofrío le recorrió la espalda. A lo mejor Adela tenía razón y no era más que un embaucador que había encontrado en ella a la víctima perfecta... o tal vez no, y era un hombre inteligente, encantador y además de buen ver.

Sacudió la cabeza. Aquello carecía de sentido: acababa de conocerle, no habían intercambiado más que algunas palabras amables, él le había desinfectado la herida del pie y las chicas estaban empeñadas en que entre ellos pasaba -o iba a pasar- algo. Y al parecer, su subconsciente también lo creía. Se mordió el labio con rabia. Detestaba no controlar sus emociones, pero más aún saber que jamás iba a ser capaz de hacerlo, por muchos años que pasaran. Pensó de nuevo en lo injusta que había sido con Adela. Al fin y al cabo, a ella le sucedía lo mismo, pero en otro nivel muy superior. Si Ruth no había podido evitar evocar el impresionante verde de los ojos de un desconocido mientras se tocaba, Adela no iba a dejar de amar a Jordi así como así, por mucho daño que se estuviera haciendo ella solita.

Alcanzó el teléfono móvil con la mano libre, puesto que la otra seguía quieta, allí dentro, y escribió un escueto mensaje a su amiga. “Lo siento”. Luego lo devolvió a su sitio, sobre la mesita, y quiso seguir, pero el calor era asfixiante y en su interior se había acomodado una sensación incómoda, como cuando sabes que algo malo va a suceder y no puedes explicar por qué. De pequeña le ocurría a menudo, y aunque había dejado de hacer caso a esas intuiciones, a veces seguía sintiendo un nudo en el estómago sin motivos aparentes. Se rindió: aquella noche tampoco dormiría.

Se levantó y buscó ropa interior limpia en el cajón. Ruth ordenaba meticulosamente armarios y cajones, pero siempre escogía las prendas prestando mucha atención. Tomó lo que necesitaba y salió de su cuarto camino de la ducha. Era muy tarde y temía despertar a su familia, así que cerró con cuidado la puerta del cuarto de baño y dejó correr el agua sin abrir demasiado el grifo. Era como si le cayera encima una ligera lluvia refrescante. Pasó allí mucho tiempo, permitiendo que el agua se llevara el olor a sudor y a sexo propio, y de paso también la escena a la que había estado dando vueltas durante un rato. Víctor explicándole cómo podía ser que un científico le hubiera impuesto las manos, ella atendiendo con cara de boba. Se sintió estúpida de repente.

- Mierda-masculló, mientras recogía la ropa sucia que había echado al suelo de cualquier manera-. No se puede ser más tonta.

domingo, 14 de agosto de 2011

El tiempo de la libélula (XI)


 POR VÍCTOR FERNÁNDEZ MOLINA

Capítulo III

Al mirar el suelo, Víctor podía distinguir cinco tipos diferentes de huellas que conducían a dispares direcciones en el escalón del portal de la casa de su prima. Habían pasado dos días desde el incidente del balcón y a Amaya ya se le había acabado la paciencia. Estaba muy cansada de encontrarse a su primo acostado en la cama de la habitación de invitados, leyendo libros sobre insectos, explotando indiscriminadamente su conexión a internet para bajarse series en inglés subtituladas en castellano, o hablando por teléfono con, ella suponía, algún amigo. Lo cierto es que prácticamente pasaba desapercibido para ella, pero su presencia, su masculina presencia, perturbaba el orden natural de aquella casa de noventa y dos metros cuadrados. 

Aquella misma mañana, Amaya se había despertado de muy mal humor y con ciertas náuseas, una sensación que ella asociaba con la enfermedad y que ahora tendría que asimilar como algo positivo, como un signo de vida, de que todo iba bien. Sin embargo, ese tipo de agrupaciones emocionales estaban muy lejos de lo que su condición psicológica podía aceptar. Prácticamente no sabía quién manejaba su cuerpo: su mente, su corazón o sus hormonas. Así, aquella mañana de viernes, conforme se levantó y se lavó la cara, entró en la habitación ocupada para decirle solo tres simples frases a su queridísimo primo:

-¡Tú, parásito! ¡Despierta! ¡Tienes que buscarte una casa!

El chico, sobresaltado por el susto, pensaba que se estaba quemando la casa o que tal vez había un terremoto y había que salir corriendo de allí. Fueron apenas unos segundos de confusión hasta que comprendió la totalidad de la situación. Podría haber respondido una retahíla de argumentos sobre las diferencias entre él y un parásito, pero finalmente decidió callarse, aceptar su responsabilidad y con un “de acuerdo”, se levantó y comenzó a hacer la maleta.

Llegó a un acuerdo con la amable anfitriona para dejar sus pocas pertenencias dentro del piso hasta la noche y con las mismas, cogió sus gafas de sol estilo Vintage Blues y se dirigió al mismo portal donde hacía unas noches había estado por un corto espacio de tiempo. Era un lugar apestoso, pero es en esos lugares donde Víctor conseguía sacar todo su potencial superviviente. Se fumó un par de cigarros. Estaba muy nervioso, aunque, como él pensaba, no había razón para estarlo. Incluso en una ciudad como Alicante tenía amigos a los que poder acudir en caso de algún contratiempo, y ésta, sin lugar a dudas era una de esas ocasiones. Iba a ser un día muy largo, había muchas puertas a las que tocar, mucha gente a la que pedir favores.

Se levantó de su improvisado y maloliente rincón del pensamiento. Varias señoras de rancio abolengo alicantino, cubiertas de joyas heredadas y collares de perlas que sus maridos les regalaban para que tuvieran la boquita cerrada, pasaron por su lado dedicándole una mirada de asco y curiosidad. Víctor se sacudió el poco polvo que habían recogido sus vaqueros y les brindó una pícara sonrisa. Odiaba a ese tipo de gente, y su mejor forma de despreciarlas era mediante la burla y la provocación. Cierto es que gracias a sus padres había podido hacer una carrera que prácticamente no le reportaría ningún trabajo bien remunerado y que tenía todos los caprichos que quería, pero él no miraba a nadie por encima del hombro. El desprecio entre seres de la misma especie le parecía repugnante, algo propio del alma humana que sólo por destruir es capaz de las peores injusticias, como lo que estaba ocurriendo ahora mismo con él.

El aire cálido y húmedo de la ciudad le daba ciertas energías para comenzar su baile pedigüeño, pero cuando comenzó a caminar para entrar en la estación del tranvía, se acordó de que no había desayunado. El estómago comenzaba a darle vueltas y era demasiada actividad la que tenía por delante para ir en ayunas. Se sacó la cartera del bolsillo trasero derecho y, no sin antes mirar a un lado y a otro para asegurarse de que no le estaban observando, miró en su interior con preocupación. Dos billetes de veinte euros nadaban en su interior como en una pecera de papel. “Suficiente” se dijo a sí mismo, cerró la cartera con una sonrisa y se dispuso a entrar al primer bar que encontrara.

La plaza de los Luceros es un lugar encantador, el corazón de la ciudad palpitante y lleno de vida donde puedes encontrar todo tipo de personas. Entre palmeras, bicicletas, bancos, tiendas de artículos de broma y cafeterías de muy distinta categoría, Víctor se fue a fijar en el único sitio donde él podía encajar: un pub irlandés. Se sentó en una de las banquetas de la barra esperando a que llegara el camarero. En otra ocasión se habría puesto a charlar con cualquier persona, pero ese día sabía que los pasos a seguir eran diferentes, por lo que cogió el periódico y comenzó por donde cualquier ser libre que desea ser esclavizado comienza: la sección de anuncios por palabras. Era curioso porque había muchos anuncios de pisos en alquiler, pero ninguno lo suficientemente bueno para él. Demasiado caros, demasiado grandes, demasiado pequeños. Todos eran demasiado. Además, él siempre había sido un animal de compañía, estrictamente hablando. No porque le gustara ir detrás de las faldas de las mujeres cual perro peludo con lacito en la cabeza, que también, sino que necesitaba constantemente la compañía de alguien. No era una persona miedosa, pero quedarse solo le causaba auténtico terror. De hecho, llegó a resultar un problema en su adolescencia. Todos, es decir, sus padres, sus profesores, sus amigos y demás personas que estaban a su lado, pensaban que era un poco hiperactivo. Víctor era el típico niño que no podía estarse quieto ni un solo momento, aunque por suerte eso no derivó en un déficit de atención. La contrariedad vino cuando, por gastarle una broma, unos amigos suyos del instituto le encerraron en el baño. Ni siquiera era el baño de las chicas, con su consecuente vergüenza  implícita. Era simplemente una novatada, que pasó a mayores cuando comenzó a gritar como un si le estuvieran rajando la barriga y diseccionando sus tripas a lo vivo con cuchillas oxidadas. Fue un ataque de pánico que además le dejó sin respiración.

-¿Qué te pongo? –una voz femenina con acento argentino interrumpió los pensamientos de Víctor que miraba el periódico pero estaba muy lejos de allí.

-Un cortado y una tostada con aceite. Sin prisa, no te preocupes – Víctor siempre intentaba ser lo más amable posible con los que le debían servir, y más si era una chica.

La camarera se metió en la cocina para preparar lo que por vigésimo tercera vez le habían pedido desde que había comenzado el turno de la mañana no sin pensar antes “Yo era diplomada en comercio exterior en mi tierra”, dejando a Víctor otra vez en la soledad de sus pensamientos. Y allí, en aquella barra de imitación a la madera del pub volvió a revivir aquellos trágicos momentos cuando por primera vez tuvo contacto con aquello que algunos llaman “el otro lado”. Cuando perdió el conocimiento en aquel baño se desencadenó un problema mayor: una parada cardiaca. Tuvo suerte a fin de cuentas, porque un profesor de guardia pasaba en aquel momento por el pasillo y oyó los gritos del pobre adolescente inocentado. Cuando don Lucas abrió la puerta se encontró con una escena dantesca. El chico estaba tirado en el suelo convulsionando y con los ojos en blanco. Parecía realmente que estaba poseído por el diablo, y justo cuando se agachó para ver que le pasaba, una última convulsión le paró el corazón. Literalmente, Víctor estaba condenado a morir. Fue entonces cuando, según su propio recuerdo, vio una luz y un túnel. Era una de esas experiencias que todo el mundo relata una y otra vez. Al final del túnel, su abuelo, que había muerto hacía algunos años, le hacía señales para que fuera con él. Era su hora. Sin embargo, sintió cómo comenzó a inflarse como un globo, poco a poco, se inflaba, se inflaba y se inflaba hasta que comenzó a volar y a alejarse de aquella luz tan tranquilizadora, tan llena de vida.  Un doloroso golpe en el pecho le hizo un agujero en su tórax, y de él comenzó a salir una bocanada de aire para así salir disparado como un globo pinchado. Comenzó a ir caóticamente de un lado a otro siempre impulsado por la ráfaga de su pecho. Cerró los ojos por la impresión, y cuando los volvió a abrir, se encontró con la frente de don Lucas, que medía unos cuatro dedos de anchura y tenía las cejas blancas. La boca de don Lucas no paraba de inflar la suya. Su aliento a tabaco negro y a pastillas de regaliz se mezclaban con el nuevo hálito de vida del chico. Finalmente, como cuando un bebé nace, tosió y volvió a respirar. Su corazón comenzó a bambolear a ese ritmo incesante de vida que estruja nuestros días y nos condiciona en nuestras oleadas de vida. Víctor estaba de nuevo en el suelo de aquel baño poco higiénico, y todo gracias a don Lucas, su profesor de Biología.

A partir de aquel momento su vida cambió para siempre. Fue un nuevo nacimiento. Dijeron en el hospital que tenía un soplo en el corazón y que aquel ataque de pánico había sido como un puñal clavándosele en la aorta. Los responsables del centro decidieron que había que investigar el por qué de aquel ataque, mientras que los padres de aquel niño enfermizo, humildes trabajadores, se gastaron los pocos ahorros que tenían para hacer unas vacaciones en familia a las Islas Canarias, en sesiones y sesiones de psiquiatra que al final, por suerte, dieron su fruto.

El teléfono móvil de Víctor comenzó a sonar de repente. En la pantalla podía verse una foto de un hombre de unos veinticinco años haciendo una mueca con la boca y sobre su frente la palabra “Marcos Al”. Era su amigo Marcos, un chico inteligente, compañero de la universidad que consiguió un trabajo como investigador de una constructora en los tiempos de bonanza. Se dedicaba simplemente a firmar estudios en los que aseguraba que hacer un edificio en tal lugar no era perjudicial ni para la fauna ni para la flora autóctona. Muchas veces le obligaban a mentir, pero para algo le pagaban casi tres mil euros al mes. Aquí conoció a su actual esposa. Una chica joven, independiente y a su vez muy familiar. Todos los amigos la llamaban en secreto “la guardia de reemplazo”, porque desde que estaban juntos, Marcos no salía con tanta asiduidad. En realidad, Marcos siempre la ponía como excusa, porque su hígado ya no aguantaba la cantidad de alcohol que sus camaradas ingerían cada vez que salían.

-¡Marquitos!¿Como lo llevas? Te envié un sms esta mañana. –dijo Víctor nada más descolgar el móvil.

-¡Hey! No sabía que estabas por aquí, –respondió Marcos al otro lado de la línea- vente a mi casa y a ver que podemos hacer para buscarte sitio.

-¿No se enfadará tu parienta? –le preguntó Víctor.

-No, que va. Está encantada de que vengas -en realidad era mentira-. Además tenemos que hablar tú y yo. El otro día estuvo por aquí Nadia.

Se quedó callado durante unos segundos. Nadia. Ese nombre siempre le hacía un nudo en la barriga. Cada vez que lo oía el alma se le ponía en posición fetal y todos lo ánimos que podía albergar se desvanecían como por arte de magia. Era su talón de Aquiles, y al mismo tiempo su heroína.

-¿Preguntó por mí? –dijo finalmente Víctor, sin saber a ciencia cierta qué respuesta esperar.

-No –respondió Marcos intentando disimular su incomodidad- pero no te preocupes ahora. Termina lo que estés haciendo y vente a mi casa. Recuerdas cómo llegar ¿no?

Pagó el desayuno y salió en dirección a la casa de su amigo. Estaba a la altura del mercado central por lo que debía caminar unos quince minutos esquivando tráfico humano por todas direcciones. Mientras avanzaba continuó pensando en todo aquello que en cierta manera le había llevado hasta allí, a esas calles mal hechas de una ciudad maltratada por su gente y por la historia. Pasó por delante de un despacho que ponía “Gabinete psicológico y psiquiátrico” y sin querer se vio a sí mismo dentro, con apenas dieciséis años, hablando con una mujer entrada en años y con claros síntomas de un desequilibrio psicológico-sexual, o al menos eso dedujo él por las miradas que le echaba a su padre cada vez que venía a recogerlo. Aunque es cierto que eran las mismas que le echaba a su madre también, contándole cómo le iba en los estudios, si algún chico le pegaba, cuántas veces se masturbaba por las noches y demás intimidades que le llevaron a una escena final escalofriante, casi de thriller. Una noche de invierno, cuando era pequeño, Víctor se quedó al cuidado de unos amigos de sus padres: el tito Juan y la tita Julia. Sus padres marchaban confiados porque la pareja también tenía hijos, y además eran muy bien educados. Siempre saludaban en el ascensor y hablaban de usted a los mayores. Todo parecía perfecto. De hecho, cada vez que dejaban a Víctor en su casa éste parecía volver mucho más tranquilo y sosegado. Sin embargo, lo que allí ocurría era que el pobre niño estaba totalmente muerto de miedo, porque para que se callara le encerraban en el armario escobero. Cada vez que hacía algo mal, hablaba más de la cuenta o lloraba porque quería volver con sus padres, los falsos “titos” le encerraban bajo llave, al igual que habían hecho con sus dos hijos. Y en el despacho de aquella psicóloga volvió a surgir toda aquella escena brotando por los ojos del niño adolescente, que lo único que quería era que volvieran sus padres para abrazarlos y decirles que no se fueran nunca más de su lado. Éstos, por su parte, denunciaron a sus ex amigos maltratadores, pero eran otros tiempos, o dieron con la gente inadecuada, porque las denuncias se traspapelaron y, como por arte de la burocracia fraudulenta, se dio el caso por sobreseído. Era mejor no ahondar en el tema, porque lo que había que hacer era recuperar la confianza y la sonrisa de aquel chico que tenía miedo a la soledad.

El mercado central de Alicante es un edifico emblemático de la ciudad. Posiblemente uno de los pocos patrimonios culturales de calidad que quedan en la ciudad. A sus espaldas se encuentra la plaza veinticinco de mayo, que no tenía nada que ver con los movimientos políticos del 23M que recientemente habían surgido por todo el país. Era un homenaje al bombardeo fascista ocurrido aquel día de 1938 donde murieron unas 300 personas. No hay monumento erigido que lo muestre. Solo una placa que deja entrever que allí pasó algo realmente duro, históricamente hablando. Justo detrás de aquella plaza se encontraba la casa de Marcos.

A pesar de los años transcurridos sin acudir hasta la casa de su amigo, Víctor tenía una memoria fotográfica para los lugares, y el gps de su teléfono móvil le ayudaba si tenía algún problema de localización.  Tocó al timbre ennegrecido y maltratado. Se abrió la puerta y subió.

-¡Víctor! –Marcos le recibió con los brazos abiertos- ¡Qué hay de tu vida!

-Menos mal que estás por aquí, Marquitos, porque la situación se me ha complicado un poco –respondió Víctor totalmente aliviado al ver a su compañero de carrera.

-¡Ejem! – una voz femenina, enervada, se escuchó justo detrás de ellos.

-¡Cariño! Ya has llegado –Marcos no podía disimular su sorpresa, y por qué no decirlo, su pánico- ¿Te acuerdas de Víctor?

- Sí, me acuerdo –dijo ella con un el mismo tono que se podría tener al aceptar un plato de comida que no te gusta en absoluto, pero que debes comértelo porque no hay otra cosa.

-Le he dicho que se quede a comer –dijo Marcos sonriendo y entrecerrando los ojos para evitar un golpe físico o psicológico.

-¿Dónde? ¿Aquí? Marcos, ¿podemos hablar un momento por favor? ¿Nos disculpas un minuto? –Víctor no llegó ni a entrar en la casa. Se quedó en el rellano de la escalera pensando en Nadia. Aquella chica de ojos azules, de apariencia escandinava que había conocido no hacía muchos años.

Los rayos de sol se reflejaban en la piel de Nadia. Era la única mujer en el mundo que podía destruir su sentido de la supervivencia, la que le devolvía a aquel estado de niño asustadizo. Fue justo gracias a aquel incidente cuando la conoció. Víctor continuó con sus estudios gracias al esfuerzo de sus padres. El sentimiento de culpabilidad les roía las entrañas y lucharon hasta agotar todas sus fuerzas para que su hijo, su único hijo, fuera alguien en la vida. La psicóloga, entre otras muchas cosas, le recomendó un tratamiento de choque para romper con el círculo de la ansiedad. Una actividad muy sencilla que consistía en ir a una feria y que él sólo se metiera en una de esas atracciones del túnel del terror.  Así, en cuanto superara unas cuantas veces esta dinámica posiblemente sería capaz de enfrentarse a situaciones de soledad mayor y de esta forma terminar con su cremiofobia. Pero su mal era más fuerte que él y que sus padres juntos. Solo la idea de subirse al vagón de la atracción sin compañía le hacía hiperventilarse, así que trataron de hacerlo poco a poco. No había momento del día que Víctor no estuviera solo, excepto cuando dormía, que tras despertarse sentía un momento de pánico que le obligaba a salir de la habitación en busca de sus padres.

Pasaron los años, y Víctor entró en la facultad. Con diecinueve años era un chico inocente que guardaba un gran secreto para sus compañeros y un gran problema frente a sus profesores, porque había un hándicap en la universidad: los exámenes orales y la consecuente “encerrona” que era la preparación de dichos exámenes en una sala, totalmente aislado. Debía pasar por aquello, así que una noche, antes de que todo el mundo descubriera su secreto y se destapara su cruel pasado, decidió ir a la feria para darse de bruces con su destino, para superarse a sí mismo una vez más. Iba él solo, pero la cantidad de gente que le envolvía  en aquella ruidosa feria le daba tranquilidad, hasta que llegó el momento de ir a la taquilla a por la entrada, cuando su pulso se aceleró hasta rozar las 120 pulsaciones por minuto. “Tranquilo, Víctor” se dijo a sí mismo, “esto está controlado, no va a pasar nada”. Poco a poco fue haciendo la cola para entrar en la atracción. Las gotas de sudor caían por su cuello, un sudor nervioso y frío como el de las reses que van al matadero. Era la mayor sensación de angustia que podía sentir un ser humano. Cuando se subió al vagón estaba empapado en sudor y tiritando. Era uno de esos vagones para dos personas con una barra de seguridad que evitaba que salieras corriendo. El hombre que dirigía la atracción le miró con cara de descrédito. “Pobre friki sin amigos” pensó aquel hombre cuya mayor facultad era controlar que la barra de seguridad estuviera bien sujeta una y otra vez, todos los días de su vida, hasta que la muerte lo separara de su trabajo. Cuando se puso en marcha la atracción Víctor comenzó otra vez a hiperventilarse. Tenía unas ganas irrefrenables de gritar  y salir de allí corriendo, pero era tarde, estaba atrapado. Una bruja de cartón-piedra, un maniquí convertido en hombre lobo, una niña del exorcista pintada en la pared. Cuando años después se acordaba de todo esto le entraba la risa, pero en aquel momento sólo quería llorar, y de hecho, la única forma que tuvo su cuerpo para expulsar toda la presión fue así: llorando. Lloró de rabia, de impotencia, lloró como cuando lloraba en aquel maldito armario oscuro, lloró como cuando se pierde a un ser querido, como cuando pierdes a un hermano, como cuando pierdes una parte de tu alma y en aquellas lágrimas de la ira, se fue diluyendo el principio de su miedo para transformarse después en perdón, porque en realidad eso era lo que necesitaba el alma de Víctor. Necesitaba perdonar para encontrar la paz, y pidió perdón por todo lo malo que había hecho y a su vez perdonó a todos los que le habían hecho daño alguna vez: a sus padres por dejarle con unos extraños, a los falsos “titos” por haberle destrozado la vida, a los niños del colegio por su crueldad, a sus amigos del instituto por haberle casi matado, a su psicóloga por haberle hecho revivir todo el dolor y a los profesores de la universidad por obligarse a enfrentarse a todo este maremoto de emociones encerrado en aquella atracción cutre de feria. Aún quedaba medio trayecto para salir de aquel túnel del terror y su meditación cuando el vagón se paró. Era algo inesperado, algo que no estaba planeado. Víctor no estaba preparado para aquello. Necesitaba salir de allí, necesitaba escapar. No podía ser. Notaba como su corazón latía cada vez más deprisa; estaba en peligro. Si no se ponía en funcionamiento la atracción se pondría a convulsionar y posiblemente volvería a repetirse la escena de los baños del instituto. Imaginaba cómo la dulce mano de la muerte se acercaba poco a poco para posarse sobre su cabeza, era inevitable. Y otra vez se puso a gimotear suplicando por su vida. La atracción no se movió. Todo estaba a oscuras y su pulso se aceleraba por momentos hasta que escuchó un “no tengas miedo, no es para tanto” a su lado. Víctor levantó la vista para enfrentarse a lo desconocido. De la nada había aparecido un ángel, o tal vez un espectro, de cabello rubio como el trigo maduro y ojos azules.

-¿Puedo subir? –le preguntó al hiperventilado universitario.

Víctor hizo un gesto con la cabeza de aprobación. No sabía si estaba ante un fantasma o una chica de verdad. Estaba aterrado y al mismo tiempo extasiado. No había visto nunca una chica como aquella. Era simplemente preciosa, una de esas bellezas que te hace perder la cabeza para siempre.

-Si no te gustan estos sitios ¿por qué te subes? Que ya eres mayorcito, hombre –Había cierto toque andaluz en su acento- nosotros nos colamos por aquel agujero, el tipo de la entrada no se entera de nada. Me llamo Nadia. ¿Tú cómo te llamas?

Víctor balbuceó su propio nombre, como una aseveración de que todavía estaba vivo, como una comprobación de que realmente estaba ganando esta batalla infernal.

-No tengas miedo chiquillo –y una sonrisa le iluminó en aquel vagón atorado en el túnel del terror, la meditación y el amor.

La puerta de la casa de Marcos se volvió a abrir para dejar paso a éste con cara de haber roto una vajilla entera sin darse cuenta.

-Esto… -Víctor, a pesar de saber que no debía hacerlo, esbozó una sonrisa. Había cosas que no cambiarían nunca, por mucho que uno luchara contra ellas, si es que lo había intentado su amigo alguna vez. Por su parte, todas las heridas estaban más que cicatrizadas-. No nos podemos quedar aquí- masculló Marcos metiéndose las manos en los bolsillos-. Tendremos que buscar una solución a tu problema, pero en otro lugar.