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sábado, 17 de septiembre de 2011

De la esperanza y otros males

En realidad no hay necesidad de complicar la circunstancia que nos envuelve, de malograr los propios planes, de desviarse del camino de cuando en cuando, de empeñarse en las cosas que no se consiguen. En realidad no hay necesidad porque todo puede ser mucho más simple y sencillo. Fácil. Conocemos el bien y el mal, ya nos lo enseñó la Historia, la cultura, el peso de la propia vida. Conocemos nuestros defectos, aunque los callamos por vergüenza o por decoro. Entendemos vagamente que éste es un tiempo prestado. Lo sabemos y nos consolamos durante un instante pensando que la vida es corta y que podemos disfrutar de las pequeñas cosas. Lo estás pensando ahora. Sin embargo, ¿por qué será que, aunque en realidad no haya necesidad, y siendo conscientes de ello, realmente necesitamos complicarlo todo siempre, seguir buscando lo que no se alcanza, no contentarnos, mantener el deseo encendido de algo más que no ha de ocurrir? La esperanza, lo comprendo ahora, es el más terrible de los defectos.

El bucle vital

Todo final contiene a su vez un comienzo y todo comienzo tiene, irremediablemente, un final. Por tanto, podríamos pensar que estamos atrapados en círculos conectados que no nos llevan sino al primer momento, al jamás recordado, a la oscuridad primera, a la nada. Y, sin embargo, seguimos creyendo que avanzamos a algún lugar.

La herencia del escritor

Las lecturas que realizamos a lo largo de nuestra vida se convierten en raíces-venas que recorren nuestro cuerpo hasta la misma punta de los dedos con que tecleamos las historias.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Todo por un sueño

Despuntaba el alba fría y blanca. Sus ojos alegres saludaron al nuevo día; su corazón, joven e inquieto, latía dispuesto a emprender la mayor aventura de su vida. Había llegado el momento de cumplir lo tantas noches planificado, tan anhelado y ahora inminente. Todo estaba listo y él dispuesto. Subió corriendo a lo más alto del monte más cercano a su casa. Inspirado por la brisa de las alturas, que acariciaba y desordenaba alegre sus cabellos, abrió los brazos, rodeados por el mágico artilugio diseñado por él mismo y sintió cómo, levemente, su cuerpo se iba dejando llevar por las corrientes de aire. Sin apenas darse cuenta, penetraba por vez primera en las nubes: se alejaba. Volaba. La sensación fue sublime, la satisfacción inmensa, su ambición infinita.  Ícaro comenzaba a cumplir su gran sueño.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Los planes


Al comienzo, como todo cuando nace,
eran pensamientos, anhelos desbocados.
Luego, poco a poco, llegaron los planes
y, como en un juego, comencé a anotarlos
y ahora ya son letra, mientras te pienso
en este extremo del sofá lleno de silencio.

Podríamos regresar a los días lejanos
en los que me descubrías con el atardecer,
encendidas las miradas, mientras bailamos
-siendo tú el artista que sujeta el pincel-
Gloomy Sunday desde cualquier terraza
y que mi falda se tiñera de la luna perlada.

Veríamos El lado oscuro del corazón,
 y que Benedetti recite “No te salves”,
abrazados los dos en cualquier rincón,
mientras te susurro al oído mis planes,
y que sonrieras mientras nadas en mis ojos
y que me besaras ahogando los sollozos.

Quisiera volver a tener entre mis dedos
tus cabellos desordenados en mi almohada,
tus labios suaves y ardientes de deseo,
el tacto de tus manos recorriendo mi espalda,
las últimas palabras de aquel amor prohibido
que por tener que pronunciarlas, las perdimos.

viernes, 9 de septiembre de 2011

La habitación 35 (Relato ganador del X Certamen Literario IES Los Alcores)


Por Javier García del Olmo y
 Connie Marchante Sáez

Miranda se despertó con un extraño sabor amargo en los labios. Le costaba abrir los ojos por culpa de la diáfana luz de la diminuta habitación. El empapelado amarillento, a pesar de que no parecía muy viejo, creaba un ambiente que en un primer instante consideró bastante sórdido. Tampoco había tenido demasiadas opciones cuando llegó al lugar; ya tenía la habitación 35 asignada –probablemente porque no quedaban más cuartos libres–. No lograba trasladar sus recuerdos al momento en que debió reservarla, porque aquella noche había estado demasiado fuera de sí, como si se tratara de otra persona, totalmente ajena a ella misma.
Apenas podía pensar en lo ocurrido la noche anterior. Lo único que la rodeaba ahora eran las paredes amarillas presididas por un pequeñísimo escritorio, un sencillo armario –donde debía estar guardada toda su ropa–  un anticuado sillón arrinconado y una ventana, adornada a su vez por unas cortinas, que seguro hubieran quedado mejor en la barra de un baño. La cama donde se encontraba, al igual que todo su alrededor, era desconocida aunque, por fortuna, vacía de acompañantes sorpresa. No sería la primera vez que había tenido que dar los buenos días a alguien después de una fiesta desmedida, mientras salía de la cama y comenzaba a vestirse. Desde que había muerto su madre había cometido un sinfín de locuras, a pesar de las continuas reprensiones de su padre y su hermano. Se burló un poco del mal gusto que habían tenido para adornar las habitaciones, que parecían lienzos abandonados pendientes de la inspiración de algún artista frustrado. Las sábanas, blancas y ásperas, propias de un hotelucho de carretera, la invitaban a pegar un salto y correr hacia la ducha que la habría de regresar al mundo real, a la rutina laboral, a la soledad más sentimental, a la angustia de cada día. Sin embargo, la pesadez de sus miembros y el mal sueño de aquella noche la cubrían de una pereza casi abúlica.
Tras unos minutos de lucha con la ropa de cama, que parecía agarrarla por las muñecas y piernas impidiéndole incorporarse y comenzar el nuevo día, decidió rendirse un rato más, porque en realidad se sentía agotada. De todas formas se dio cuenta de que era domingo. ¿Qué necesidad había de madrugar si nadie la esperaba fuera? Miró hacia el ventanuco, que prometía ser el mejor accesorio de la pequeña habitación, y vio que estaba muy nublado, probablemente en breve comenzaría a llover. ¡Menos mal que en el precio no se incluían bellos paisajes que admirar por esa concisa pantalla! La pereza le subía por los dedos de los pies hasta sus ojos, que luchaban en vano por mantenerse abiertos por completo.
Tras algunos bostezos interminables, optó por despejarse un poco desperezándose hasta con violencia. Notó que la noche anterior debió haber sido extremadamente salvaje porque al estirar las piernas le dolía el costado, lo que le provocaba reaccionar con un espasmo inesperado. Cuando por fin pudo abrir los ojos y sentirse despierta, volvió a notar el sabor amargo en el paladar y comprobó que le dolía muchísimo la cabeza; entonces pensó, inmersa en la soledad de la habitación, en qué habría bebido para estar en aquellas condiciones.
Por primera vez desde que había despertado, se preguntó en qué punto de la ciudad, si aún continuaba en ella, podría estar. En el pasillo, más allá de la puerta que hacía juego con las paredes, se podía escuchar el transitar de las ruedas de los carritos o maletas y conversaciones con voz femenina –tal vez las señoras de la limpieza, tan vivarachas e impertinentes–. Miranda volvió a dar un vistazo a su entorno y se sintió como una manchita inoportuna dentro del recipiente perfecta y completamente esterilizado que era su cama. Fue entonces cuando escuchó la voz de una mujer joven hablar de la chica nueva en la habitación 35.
Miranda sonrió; sin duda se trataba de ella. ¿Qué impresión debió causar a los responsables del motel –puede que se tratara de un hostal, quién sabe– cuando llegó a la recepción en aquellas alcoholizadas circunstancias? La nueva de la habitación 35… ¿por cuántas noches habría reservado la habitación? Qué de cosas se hacen sin juicio ni autocontrol. Se le escapó una traviesa carcajada como si estuviera orgullosa de su propia chiquillada. En ese justo momento se abrió la puerta.
-Buenos días Miranda, soy la doctora Fernández. ¿Me reconoces? No te preocupes… tranquila, ssshhhhh… estás atada porque anoche entraste en crisis nerviosa muy agresiva. Estás en el hospital Vistahermosa, en planta de psiquiatría. Tranquila, cuidaremos de ti.
Su cara se tornó pálida y rígida –como una muñequita de porcelana– al escuchar las palabras de aquella señora que decía ser doctora. Aún no pudo salir de su asombro cuando ciertamente comprobó que estaba atada de pies y manos, inmóvil, desconociendo el motivo. Totalmente desorientada, al no saber las razones por las que estaba allí. A pesar de que aquella mujer se le acercó y comenzó con lo que parecía un breve reconocimiento visual, Miranda siguió absorta en la terrorífica realidad que la había golpeado. Nunca imaginó que se vería inmersa en una situación parecida; se consideraba una chica normal –la palabra “alocada” que tanto la había caracterizado ahora le parecía un puñal clavado en el costado, el cual seguía doliéndole–. Había cometido algún que otro abuso propio de su juventud pero nada más. Las condiciones en las que ella había pensado estar no habían sido las peores de su vida, ni mucho menos. Imaginó que tal vez todo aquello era una pesadilla y concentraba toda su mente y esfuerzos en querer despertar; en escapar de aquel lugar, de la mirada de la mujer con la bata blanca que parecía sonreírle… como si la conociera.
-¿Por qué estoy aquí? No entiendo nada. Por favor, dígame cómo he llegado hasta un hospital -rogaba empapada en lágrimas - ¿Es una broma no? Dios mío… estoy soñando… quiero despertar…
-Miranda, tranquilízate. Como te he dicho, ayer sufriste una crisis nerviosa por lo que tuvimos que tomar las medidas oportunas. Descuida, no estarás así por mucho tiempo. Ya has estado aquí otras veces, ¿no lo recuerdas? Yo soy tu médica, la especialista que ha estado al cargo de tu caso… ¿no?
Los ojos de Miranda estaban al borde del espanto y la desesperación, llenos de lágrimas y terror.
- Bueno, bueno – continuaba la doctora– no te preocupes, no pasa nada. Dentro de un rato volveré para evaluar de nuevo tu estado. Mientras tanto, trata de descansar.
Miranda, impotente ante aquella situación del todo increíble, observaba atónita cómo la doctora abandonaba la habitación. No la había visto en su vida; esto no podía estar ocurriendo. Con un golpe seco, casi como un estruendo, la puerta se cerró y Miranda volvió a quedarse inmóvil en la soledad de su habitación. Miraba por aquella ventana que sólo podía ofrecerle un óleo pintado en tonos muy tristes manchados de tenebrosidad; vio cómo algunas aves volaban buscando refugio –ante la amenaza de una inminente tormenta–. Si no se trataba de una pesadilla, probablemente se trataba de un error; eso era, se habían confundido de persona; igual un vecino la había denunciado por montar algún escándalo en la calle. Los especialistas habrían interpretado su tremenda borrachera como una crisis nerviosa. Seguro, seguro que comenzó a decir tonterías sin sentido y la tomaron por loca.
Deseaba que alguien acudiera de nuevo para poder explicar, reuniendo toda la tranquilidad posible para no parecer inestable, todo aquel terrible malentendido. Sin embargo, tuvieron que pasar unas larguísimas horas para que el pomo de la puerta volviera a gruñir de manera silenciosa. Para su sorpresa, la figura que se proyectaba a través del cristal semi-opaco de la puerta anunciaba a una persona totalmente diferente a la doctora. Apenas pudo pronunciar palabra cuando apareció en su habitación un hombre joven, de aspecto descuidado y que no debía tener mucho más de veinte años. Era su hermano pequeño.
-¡Álvaro, que alegría que seas tú! No sabes lo mal que estoy en este lugar horrible. Dime, ¿qué es lo que está pasando? ¿Te han llamado? Álvaro, créeme tiene que haber sido una confusión, esto es un error, ayúdame… Sácame de aquí…
Miranda trataba de incorporarse intentando buscar refugio en su hermano. No podía hablar más porque las lágrimas inundaban su garganta, obligándola a toser y respirar de forma entrecortada. Tras cerrar la puerta, Álvaro la miró atentamente con cierto aire de preocupación. El muchacho, en contra de los deseos de su hermana, no dijo ni hizo nada. Se sentó en el pequeño butacón que se encontraba en uno de los rincones de la habitación y se tapó la cara con las manos. Seguramente no había esperado encontrarse a su hermana en aquellas circunstancias y la situación lo había desbordado; probablemente estaba llorando como ella.
-Álvaro, no recuerdo a esa doctora… Fernández dice que se llama. Ella dice que me ha tratado antes, que no es la primera vez que estoy aquí. ¿Te lo puedes creer? –dijo Miranda con una risa nerviosa, casi histérica. Durante algunos segundos el silencio volvió a envolver de frialdad la habitación; la joven temblaba y no se había percatado de ello hasta entonces. Escuchó entre sollozos por primera vez las palabras de Álvaro, que había destapado su rostro, libre de lágrimas o cualquier gesto de dolor.
-Miranda, tanto papá como yo estamos contigo. A partir de ahora no te abandonaremos jamás– dijo sin parpadear. La mente de Miranda se quedó bloqueada con aquella respuesta, demasiado ambigua, demasiado inquietante. ¿Acaso su hermano no había escuchado ni una sola palabra de lo que le había estado contando? ¿Tal vez estaba soñando que hablaba con su hermano pero en realidad era todo producto de su mente? ¿Acaso había tomado alguna droga en mal estado que la había conducido sin remedio a la locura?  Álvaro hablaba de su padre pero ella no lo veía por ningún lado. Sollozaba y los temblores eran casi espasmos, así que pensó que, ante todo, tenía que tranquilizarse; si venía la doctora la sedarían, no la dejarían salir jamás de la habitación 35. Álvaro se quedó callado en el butacón, como hundido por el cansancio de quien ha librado una gran batalla y la ha perdido finalmente.
 Como si fuera capaz de leer los pensamientos, la doctora Fernández entró pocos minutos después en la habitación de Miranda para seguir evaluando su estado y así poder llegar a un diagnóstico más acertado. Tenía un semblante serio, no saludó ni a la paciente ni a su hermano, sino que se colocó inmediatamente al lado de la cama, tomando el pulso de Miranda y su temperatura. La chica callaba mientras hacía el mayor esfuerzo por parecer serena y racional. 
-Espero que estés un poco más calmada, así las cosas serán mejor para ambas –dijo después de comprobar que la tensión de la muchacha era la correcta. Miranda miraba a la doctora fingiendo que ya no estaba preocupada. También miraba a Álvaro esperando a que él dijera algo que la ayudara a salir de aquella incomprensible situación, pero el joven prefirió quedarse callado y esperar a que la doctora hiciera su examen.
-Señora yo le aseguro que no estoy desequilibrada. Tal vez me encontraron en unas circunstancias… negativas, pero no estoy… loca– en aquel momento Miranda no tenía palabras que explicaran el posible malentendido. Todo sonaba mal en aquella habitación. Decidió demostrar su cordura centrándose en las preguntas de la doctora, deseando obtener, a su vez, esa información que tanto ansiaba y nadie era capaz de otorgarle.
-Miranda, ¿recuerdas algo de lo que sucedió anoche? – inquirió la doctora Fernández. Pero Miranda no sabía qué contestar; tan sólo miraba en la dirección que estaba su  hermano Álvaro, esperando una respuesta por su parte, cosa que tampoco ocurría. Entre la decepción y el miedo, sabiendo que aquello era algo que debía resolver por sí misma, contestó que no recordaba nada de lo que había ocurrido, como si algo o alguien lo hubiera borrado de su mente.
-Es normal, no pasa nada. Es habitual que en algunos casos un shock post-traumático inicie un pequeño periodo de amnesia en la persona. –La doctora sacó una jeringuilla de su bolsillo y le aplicó una inyección sin interrumpir su discurso.– Descuida, será temporal; ahora te estoy inyectando un calmante para que duermas. – El efecto de la droga fue inmediato, dejando a Miranda dormida aunque aún inquieta.
Después de un tiempo sin determinar, las manchas grisáceas que la habían acompañado desde por la mañana, comenzaron a descargarse de manera suave pero constante durante los primeros minutos. El viento se levantó, provocando que la lluvia se estrellara contra el cristal. Miranda, desconsolada, sin respuestas y ya casi sin esperanzas miraba cómo las pequeñas gotas se deshacían ante aquel duro enemigo y resbalaban hasta perderse en el marco inferior de la ventana.
La tormenta empeoraba por momentos; el golpeteo de la lluvia contra el cristal era fuerte y sonoro; el viento enfurecido soplaba ráfagas de aire que parecían estar interpretando una canción nueva y cada vez más oscura. Mientras, en el interior de la habitación número 35, Miranda se compadecía en pesadillas de sí misma, deambulando una y otra vez por los pasillos de un psiquiátrico. Tanto era el tiempo que llevaba en la misma postura que lo que antes era dolor en su cuerpo ahora era un profundo cosquilleo, ya que apenas notaba las extremidades que debían haber quedado dormidas con el paso de las horas. Al despertar, comenzó a sentirse mareada, probablemente por los efectos del medicamento que le habían inyectado. Con los ojos aún turbios y desenfocados por el llanto, por fin pudo atinar –sin adivinar cómo había llegado hasta allí– a ver a su padre frente a la ventana, de espaldas, susurrando una canción que cantaba cuando Miranda era apenas una niña de tres años.
-Papá, ¿eres tú? No te he oído entrar. -La cara de Miranda pareció teñirse con algo parecido a la felicidad- Por lo que me dijo Álvaro pensaba que no vendrías…
La imagen de su padre seguía frente a la ventana, inmóvil y sin mostrar señales de cansancio alguno mientras Miranda, todavía atada a la cama, intentaba descifrar el enigma en que se había transformado su vida. Las drogas que le habían suministrado le impedían pensar con claridad. Tan sumergida estaba en sus pensamientos que no advirtió que su padre se había sentado en la cama y había cogido su mano, apretándola levemente, sin dejar de cantarle aquella nana. Junto a su padre, Miranda nada más pudo hacer que llorar amargamente en silencio.
La cara de la joven se asemejaba a las condiciones meteorológicas que había en el exterior: sus ojos húmedos por las lágrimas, la cara sombría por la tristeza y un aire rancio que envolvía la habitación la hundieron por completo. “Tú no tienes la culpa”, Álvaro volvió a resonar en los oídos de Miranda que, inmóvil, seguía mirando por la ventana.
-Quisiera saber si estoy loca, porque sólo busco una respuesta y nadie me dice nada.
La voz de Miranda, que rebotaba chillona en la soledad de las horribles paredes amarillas, sonó patética, tal vez porque su creciente debilidad la empujaba a creer que realmente merecía estar allí. Cerró los ojos, dejándose llevar por el cansancio una vez más.
Pasó el tiempo, imperceptible, y al despertar, comprobó mirando a través de la ventana que la noche estaba ya fijada en el cielo y que la tormenta parecía haber amainado. Cuando quiso volver la vista a su padre, éste ya no ocupaba el sitio donde había estado antes. Miranda, rota por el dolor, todavía luchaba por sobrevivir a todo lo que había ocurrido en ese día tan extraño; un día que ni en sus más terribles pesadillas podría haber imaginado. A pesar de que la oscuridad parecía reinar fuera de aquel mundo amarillo que la encerraba, la doctora Fernández volvió a aparecer por la puerta.
-Buenas noches, Miranda. Espero que hayas podido descansar hoy; di órdenes severas a las enfermeras de que nadie te molestara.
-No creo que le hicieran mucho caso doctora –dijo Miranda con cierta inseguridad -. Es cierto que ninguna enfermera vino a molestarme… pero sí permitieron que viniera mi familia.
-Miranda, lo que dices no tiene sentido. Tu situación es muy delicada y no es posible ninguna visita, menos de tus familiares. ¿Quién dices que ha venido?
-No se preocupe doctora, estoy bien –Miranda trataba de justificarse pareciendo lo más tranquila posible–. Lo que padezco puede ser parecido a un grave ataque de ansiedad, una crisis nerviosa como usted dijo, pero necesito la compañía de mi familia; compréndalo también. Estoy deseando salir de este lugar, dejar de ser la chica de la habitación 35; quiero volver a casa. Mi hermano y mi padre me han acompañado, pero conocen mi estado y han sido muy cuidadosos…
La doctora interrumpió inesperadamente las explicaciones, marchándose sin prestar mayor atención a las palabras de la muchacha. Los ojos desorbitados de la especialista al abandonarla espantaron terriblemente a la joven, atrapada en una mueca comparable al peor de los esperpentos. Sin embargo, pasados unos momentos logró calmarse, confiada en que la especialista no pondría una queja en contra de su familia, que no les prohibirían la entrada. Miranda sabía perfectamente que con la ayuda de su padre y hermano saldría adelante mucho antes, que todo iría bien…
*****
Cuando ya ha terminado su turno, la doctora Fernández entra en su despacho. Pareciera que el caso de la muchacha de la habitación 35 le ha afectado algo más de lo normal; es comprensible, ¡es tan joven! Una enfermera encuentra a la doctora sentada frente a su mesa, los codos apoyados en ella y la frente entre sus manos.
-¿Tan grave está la chica de la 35, Cristina?- pregunta la enfermera, que ha trabajado muchos años con la doctora Fernández y la conoce perfectamente.
-Trato a Miranda desde sus doce años. Padece un mal genético que produce paranoias severas –asegura la doctora como en un suspiro de agotamiento–. Lamentablemente sólo afecta a las mujeres de la rama familiar; de eso mismo murió su madre, que fue tratada por el director de este hospital, hace ya unos cuantos años –la leve sonrisa de la doctora deja vislumbrar perfectamente la tristeza de su recuerdo–. Miranda está muy enferma, ahora no es consciente de su gravedad. No sabe que va a quedarse por mucho tiempo en esa habitación. Ni siquiera recuerda que fue ella quien asesinó a su padre y su hermano.

martes, 6 de septiembre de 2011

SONÁMBULA

                                                                                                                        A ti, 
que nunca me 
has ocurrido;
                            que no existes.

Te acercas por la espalda,
silenciosa sombra que me
rodea con sus brazos de
aire profundo y negro,
como la noche
en la que me encuentro.
La oscuridad me protege.
Me cobijo en tu aliento.
La soledad
nos guarda el secreto
de este húmedo e
inesperado momento.
Recorres mi cintura
como un largo sendero
y con tus manos dibujas
espirales que habrán de
clavarse como agujas
en el mismo centro
de mi gravedad.
Es una guerra más de
las que siempre pierdo.
Mi verdugo será esta noche
que se asoma a nuestra cama.
Convulsa danza de piel
contra lamentos, de
calor contra recuerdos
que ya no significan nada.
Ya me llevas todo,
ya te llevo dentro.
De pronto, algo duele
y se quiebra un poco;
el mundo cambia.
Estoy despierta. Abro los ojos.
Y es entonces,
cuando mis sábanas me
cuentan que todo se acaba.
Lejos del sueño, tan sola,
comprendiendo ya el daño,
me atraviesa esta ironía:
cómo es que tu sabor
se halla en mis labios
todavía.