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jueves, 29 de marzo de 2012

Joven y Bella


La tristeza se retrata en todita
mi pintura, pero así es mi condición.
Ya no tengo compostura.
(Frida Kahlo)


 Aquel sereno atardecer en que Dorothy Hale se observó ante el espejo vio que aún era joven y bella.
Se desnudó lentamente y hasta con más delicadeza de lo habitual, como en una especie de ritual sagrado. Había dejado preparados dos vestidos encima de la cama, completamente estirados dejando adivinar la silueta que podrían dibujar sobre su cuerpo. Uno de ellos era nuevo: un llamativo vestido rojo del diseñador más afamado de Nueva York, su último capricho. El otro era el vestido de terciopelo negro que consiguió convertirla en una de las mujeres más admiradas de la ciudad, con el que había celebrado fiestas llenas de “gente guapa”, todos los amigos de su marido. Su difunto esposo. El pobre había muerto semanas atrás en un terrible, fatídico accidente automovilístico. Al menos, eso fue lo que dijeron los periódicos.
Caminó descalza desde el dormitorio y fue a comprobar la temperatura del agua en la bañera. Escogió sin prisa las sales aromáticas que aquella noche iba a utilizar para su habitual baño relajante antes de cualquier gran acontecimiento social. Aquella iba a ser, sin duda, la fiesta más importante de toda su vida. Su gran reunión de despedida. La última y más recordada. Se sorprendió de estar tan alegre. Pensó que pronto llegaría el momento… y esperaba no volver jamás.
Se metió en el agua caliente perfumada y se dejó llevar por su dulzura y transparente suavidad. Cerró los ojos y dejó la mente en blanco, lejos de toda preocupación. Demasiadas culpas que pagar, demasiada hipocresía, demasiados errores. Todo quedaba diluido en el agua. De fondo, algo lejana, una canción de amor en el tocadiscos.
El agua le dio a Dorothy serenidad, entereza, decisión. La acariciaba y susurraba en su oído convenciéndola de que todo estaba bien, de que era la decisión correcta. Todo estaba planeado casi como por sorpresa… y así era perfecto.
Envuelta en su albornoz después del baño, y ya frente a su cama, observaba los dos vestidos. El rojo había sido el reciente instrumento para intentar conseguir un papel en alguna película, por insignificante que fuera, aunque finalmente había derivado en su último gran fracaso. A pesar de su indudable belleza, Hollywood se había transformado en una cruel bestia guardiana de la puerta de su felicidad, que sólo mostraba sus dientes y garras sucias de sangre mientras le cerraba la entrada para siempre. Se le escapó un suspiro.
Clare, su buena amiga, su confidente, le había prestado hacía unos días una cantidad de dinero para poder calmar a algunos de sus principales acreedores, pero abusar de su mejor amiga no le parecía la mejor solución a sus problemas. Entonces pensó en entrevistarse con un viejo conocido de su esposo para que la ayudara a conseguir trabajo. Cómprate un vestido bonito y búscate un marido nuevo que pueda mantener el nivel de vida al que te has acostumbrado, Dorothy… Y de paso acepta que no sirves para ser una mujer independiente y mucho menos una buena actriz. Comienzas a hacerte mayor. Se lo había dicho con tanta naturalidad y aparente confianza que, lejos de ofenderse, la señora Hale había comprendido que el cínico y distinguido Bernard Buruch tenía toda la razón. El amigo de su marido, el hombre de mundo, en un gesto que para él debió ser de amable generosidad, en lugar de proponerle que se hicieran amantes le alargó un cheque por valor de mil dólares con los que poder comprarse “el vestido más bonito de la ciudad”. Y por eso había decidido ir a Bergdorf Goodman, donde se exhibía sobre un maniquí aquella provocación de color rojo a la última moda, dispuesta a quemar su último cartucho.
La visión del rechazo del director de la película, su cara de falso compromiso y conmiseración la hizo suspirar de nuevo. Con cada pequeña exhalación parecía deshacerse de un fantasma interior. Mientras la imagen de aquel idiota la halagaba comparándola a la mismísima Elisabeth Taylor en su deslumbrante belleza se lamentaba hipócritamente: no funcionaría, Dorothy, este papel no es para ti, es muy pequeño y no encajas. Necesito alguien menos bella, que no se coma el plano y confunda al espectador con su mirada. Me hace falta una chica más... insignificante. Ya te llamaremos cuando tenga algo bueno para ti.
Confortada por el silencio cómplice de su habitación alargó la mano y tomó el vestido negro de terciopelo. La voz de Ella Fitzgerald parecía nacer de algún lugar recóndito, en el centro mismo de su cuerpo: “Tú me abriste la puerta a la máxima dicha… y a mi profunda infelicidad”. Sonrió, tarareando, y comenzó a vestirse. Quedaban apenas cuarenta y cinco minutos para que todos los invitados comenzaran a llegar. Aquella noche la acompañarían más de cien amigos de todas clases, verdaderos, convenientes, amables. Estarían todos allí, con ella, esa noche que habría de ser recordada – y debidamente comentada- por mucho tiempo.
Los había llamado a todos. “He decidido hacer un largo viaje; voy a celebrar una fiesta de despedida y espero que puedas asistir”. La única que pareció estar molesta con ella fue precisamente su amiga Clare. Había descubierto que Dorothy había comprado un carísimo vestido poco después de que ella le hubiera prestado una considerable cantidad de dinero. Aquel desplante oscureció un poco la noche. Seguramente había pensado que el dinero que le prestó lo había gastado en aquella prenda – ya portadora de desgracias- en vez de pagar, como ella le había dicho, sus numerosas deudas. Insistió en la invitación porque no se encontraba con ánimos de resolver el malentendido por teléfono, se sentía incapaz de reproducir las palabras de Buruch, de tener que volverlas a escuchar y menos desde sus propios labios, como si fuesen una autocondena: “Piénsalo tranquilamente Clare, de verdad quisiera que vinieras a despedirte de mí”.
Cuando terminó de maquillarse y estuvo totalmente lista se quedó durante un momento mirándose frente al espejo. Sí, en verdad aún era lo que podrían llamar joven… y muy hermosa. Si Harry no hubiera decidido abandonarla y casarse con otra en vez de con ella como le había prometido al quedarse viuda… La llegada del primer invitado interrumpió sus pensamientos. Bajó la escalera para recibirlo. Era Noguchi con un precioso ramito de flores amarillas en la mano. “Gracias Isamu, es justo el detalle que necesitaba mi vestido, ¿no crees?”. La preciosa sonrisa de Dorothy relucía mientras con un alfiler colocaba el ramillete en su vestido a modo de broche en el hombro.
“Una fiesta memorable Dorothy, que tengas mucha suerte en tu viaje”. “¿Y dónde dices que te vas? ¡Qué calladito te lo tenías!”. “Tomé la decisión hace apenas unos días”. “¡Un brindis por la mujer más bella de Nueva York!”. “Con fiestas como esta tendrías que viajar más a menudo querida”. “¿Tomarás el barco o el avión?”. “Para este viaje he decidido volar”. Dorothy bebe de su copa de champagne y sonríe. A las seis de la mañana todos los invitados han abandonado ya la fiesta; borrachos y llenos de buenos deseos para su guapa pero triste amiga.
El frío de la madrugada hirió profundamente el rostro de Dorothy, que palideció en unos instantes eternos. Las burbujas y el alcohol parecían manejarla en silencio desde su interior. Se tambaleaba. Todos habían envidiado alguna vez las vistas que se podían disfrutar desde su apartamento, en el Hampshire House. Desde uno de los ventanales sintió que alargando la mano podría alcanzar la majestuosidad de la Gran Manzana. Cerró los ojos y respiró profundamente el amanecer… se dejó llevar… tranquila… flotando… temblando… cayendo…

***

En su apartamento-estudio de Nueva York, Frida Kahlo da los últimos retoques a su nueva obra; un encargo de la afamada directora de la revista Vanity Fair, Clare Boothe. Le ha pedido un retrato de la señora Dorothy Hale, trágicamente fallecida. Lamentable noticia de suicidio en todos los periódicos sensacionalistas. Iba a regalársela a la madre de su desdichada amiga. Mientras Frida escribe en la base del lienzo el exvoto que explicará la pintura piensa en qué grande habrá de ser el sentimiento de culpa de Clare por no haber comprendido del todo a su amiga Dorothy.
La mexicana se deleita con la textura obtenida de las espesas y enmarañadas nubes que envuelven el cuerpo de Dorothy suspendido en el aire. La pintura consta de las tres fases del suceso: La mujer asomándose por la ventana del blanco rascacielos. El salto al vacío. La muerte en el suelo. “¡Qué lástima no poder saber qué pensó en el último y extremo momento de su vida para también poder plasmarlo en toda esta desgarrada visión!”. Sin embargo, ha permanecido en toda la composición la indudable belleza de Dorothy, ya que Frida la conocía y también la consideraba una amiga. En un primer plano -echada en el suelo y sangrando débilmente por la boca- la suicida mira atentamente al futuro espectador, serena, pálida y preciosa con su vestido negro de terciopelo, el ramillete de flores amarillas prendido en su hombro. En la parte superior Frida ha decidido añadir un ángel con una banderola en la que puede leerse: “El suicidio de Dorothy Hale”.
Clare desde su despacho esperaba el envío del cuadro encargado a la novedosa y joven artista Frida Kahlo, esposa del reconocido y polémico Diego Rivera. Sin duda es una mujer extraña, con su cojera orgullosa, con sus llamativos vestidos mexicanos. Desde que conoció la muerte de Dorothy no había podido dormir tranquila. Algo pesaba oscuramente sobre su pecho. Una pesadilla horrible, recurrente cada noche. No había asistido finalmente a su fiesta de despedida. Sentía que se había negado al abrazo final. No se enteró del regalo de Bernard Buruch hasta que fue demasiado tarde; en realidad jamás se preocupó por indagar en qué se había gastado el dinero su amiga realmente; la acusó y punto. Y ahora la culpabilidad le estaba destrozando los nervios. Un bello retrato de su amiga fue lo mínimo en lo que pudo pensar para compensar el mal hecho, por haberle dado la espalda. Clare se lo había prometido a la madre de Dorothy. En cuanto la señora de Rivera se lo mostrara ella lo enviaría, de inmediato.
Con una última calada a su cigarro, Frida leyó en voz alta para sí en el silencio de su estudio, satisfecha de su trabajo:

En la ciudad de Nueva York el día 21 del mes de octubre de 1938, a las seis de la mañana, se suicidó la señora DOROTHY HALE tirándose desde una ventana muy alta del edificio Hampshire House. [A continuación, una mancha de sangre que gotea]. En su recuerdo, Clare Boothe encargó este retablo, habiéndolo ejecutado FRIDA KAHLO.

 (Publicado en la Revista electrónica Tiempo y Escritura, nº 21, diciembre 2011, Universidad Autónoma de México: www.azc.uam.mx/publicaciones/tye )

Incertidumbre

Caminar perdido, 


no lograr ubicarse,


la incertidumbre de la nuca 


al ombligo, 


el no dar con el buen paso, 


vivir colgado, jamás certero


de un lastímero tal vez 


y huir del peor, que te persigue 


y no poder alcanzar el mejor 


que se te escapa. 


Es todo una sensación 


que no deseo, y que,


sin embargo, 


me atrapa.

sábado, 17 de marzo de 2012

Inocencia perdida

Dicen que el tiempo lo borra todo pero Alicia jamás podrá olvidar el País de las Maravillas. Cada día, cuando se cruza despistada con cualquier reflejo de un cristal, una niña rubia de grandes ojos azules que le resulta lejana aunque familiar le grita: !ojepse led odal orto la adaparta yotse ,emadúyA¡

Discrepancias

"Dicen que el tiempo lo borra todo"...  "¡Menos la fama!" le contesté yo, testarudo. "Recuerda, querida, 'La vida es corta y el arte es largo', como dijo algún genio". "Sí sí", rechistó molesta y sin dudarlo, me ofreció su blanca y silenciosa espalda. 
Aquel día, la Musa y yo, no nos entenderíamos.

Duele el olvido

Dicen que el tiempo lo borra todo... Y debe ser cierto porque se siente perdida. Acostada en una cama que no reconoce, un desconocido la acaricia y le da los buenos días con un suave beso en la mejilla. Ella no responde; tiene miedo porque ni siquiera recuerda su nombre.